A cada generación le toca la maldición o la bendición del tiempo en el que vive. Mi generación, por ejemplo, creció con el final del franquismo y todo estaba lleno de ilusión, de irreverencia y de ganas de libertad. La última o la penúltima generación, en cambio, ha visto pasar ante sus ojos todas las crisis posibles, y ha chapoteado en la precariedad constante: todo parece desesperanzador y aciago para ella.
Seguramente es por eso, por razones históricas, por lo que ha habido entre los jóvenes LGTBIQ+ un resurgimiento del puritanismo que nadie sabe explicar demasiado bien pero que es desolador. Una contrarrevolución que no distingue de colores ideológicos ni de clases sociales ni de tendencia sexual. La última hornada de millennials y la primera de zetas están muy perfumadas de incienso y naftalina.
Hace unos días, a propósito de un artículo de prensa que olía a rancio, se abrió en las redes sociales un debate acerca del cruising. Muchos gais se quejaban de que todavía en 2024 se siga estigmatizando esa práctica que no solo tiene mucho que ver con la historia del colectivo LGTBIQ+, sino que es casi un estilo de vida y que perdurará —incluso en Mercadona— por su morbosidad sin domesticar.
«El ruido que hacen los jóvenes LGTBIQ+ en redes asusta sobre el futuro que nos espera»
Muchos otros —en especial jóvenes— respondían con arrogancia que el cruising no tiene ya sentido porque se puede ligar en clase, en el trabajo o en Grindr, y dando a entender que era una especie de depravación sucia. Es recurrente también en esa generación el edadismo moralista: un hombre hecho y derecho no puede acercarse a un joven de veinte años con intenciones amorosas o lascivas porque hay abuso de poder, sean cuales sean las condiciones de cada uno de ellos.
Cuando estuve en Madrid en verano, un amigo me contó uno de esos casos que acababa de ocurrirle a él: después de seducir a un chico, que se dejó y contribuyó a ello, fue advertido de que lo que había hecho era “poco ético”, porque el chico era inexperto e inocente. Pollasviejas frente a Blancanieves.
Crear contenido en OnlyFans –o hacer porno no industrial, si se prefiere– tiene también el estigma y supone el riesgo de linchamiento juvenil, porque es una mercantilización del propio cuerpo y blablablá. Pero ver cualquier porno, industrial o doméstico, también es reprobable, porque cosifica el cuerpo ajeno, fomenta la explotación y alienta la deshumanización social.
Grindr está mal porque solo se usa para follar. Ir acostándose con uno y con otro cada día te convierte en una puta. Basta surfear un poco por Twitter con el algoritmo adecuado para ver a chicos censurando agriamente la vida que llevan los demás, las infidelidades, el exhibicionismo, el sexo libre o cualquier otro comportamiento que en las últimas décadas se habían convertido en naturales o en un asunto simplemente subjetivo y personal. Sé que no son todos los jóvenes, ni siquiera la mayoría, pero el ruido que hacen a menudo asusta sobre el futuro que nos espera.
Crece el machismo, vuelve a haber matones homófobos en las calles y aquella mojigatería putrefacta de la España franquista, que creíamos ya olvidada para siempre, regresa con ropajes más coloridos y a veces con disfraces muy modernos. Antes las monjas iban con hábito y escapulario; ahora llevan tatuajes, piercings y pendientes en las orejas.
Los jóvenes son siempre el termómetro de una sociedad. Y los jóvenes LGTBIQ+ deberían ser, más aún, el mapa en la que adivinar lo bueno –o lo malo– que hay por delante. Es verdad que la Ley del péndulo nos lleva de una época a otra con demasiados vaivenes, pero las generaciones del vaivén para atrás deberían ser criogenizadas durante dos décadas y saltar de los quince a los treinta y cinco años.