Hoy me toca dar ejemplo y vencer el miedo a la hoja en blanco, porque mis estudiantes (y mi hijo) se lo merecen y porque por encima de todo me debo a todas esas personas que me conocen, porque son la razón por la que sonrío incluso en días grises cada vez que cruzo la puerta de alguna de las aulas de mi querida Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada. Porque las profesoras también tenemos días grises. Aunque cuando te dedicas a lo que te gusta, resulta más fácil relativizar y poner en la balanza que, pese a que no sea fácil ver el sol en días nublados, como diría Magritte y su constante juego con las nubes, la cabeza, el sol…, todas las personas somos luz para alguien. No me considero la mejor en lo que hago, pero sí que es verdad que me doy al 100% en todo cuanto soy.
Y soy profesora de universidad por vocación, porque desde 2º de carrera, de Licenciatura, supe que lo mío era estar en mi Facultad [de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada]. Es verdad que me he ido, para crecer, para descubrir, para mejorar, para respirar, para ser mi mejor versión, esa que espero que 2025 me permita disfrutar con una calma no tensa y con la persona adecuada a mi lado, en la forma que sea. Vamos a ello:
Nunca he estado metida en un armario de manera literal, ni siquiera cuando jugaba de niña con mis primos en casa de mis yayos o en la casa de mi abuela. Sin embargo, de manera figurada hubo una época en la que era más cómodo no enfrentar diariamente la pregunta de por qué no tenía novio. A día de hoy, soy plenamente consciente de que si en la infancia hubiese tenido referentes claros de princesas celestes y no solo de príncipes azules, descubrir y saber reconocer mi sexualidad habría resultado menos tardía y más accesible. Cuando no sabes que algo te puede gustar, por no estar en el menú o en el catálogo de opciones, es arduo complicado incluirlo entre tus preferencias o en la carta a los Reyes Magos o a Papá Noel.
Estas palabras pueden parecer una obviedad o que llegan tarde: ¡ojalá! Como profesora de universidad, llevo ya muchos años con una línea personal que apuesta por visibilizar que más allá de la imagen que proyecto (y que en pocas ocasiones se asocia con que mi apuesta personal es, en la versión romántica, mujer-mujer): una profesora de universidad (soltera, casada, separada o divorciada) y con un hijo no tiene necesariamente que ser hetero, que suele ser mi etiqueta a ojos de quien no me lee el corazón. Etiquetamos a todas las personas, las categorizamos inconscientemente por nuestro software mental de serie, como sociedad, por moderna que sea y por vivencias, considero fundamental normalizar también que la inspiración de un poema, de una reflexión, de una pulsión puede provenir de una mujer (hacia otra mujer). Que también hay princesas, no azules o por qué no azules, verdes o multicolores, que son el amor platónico de otra chica, de otra mujer… Parece una cuestión superada, pero sigo viendo a muchas personas de todas las edades (desde mi posición «privilegiada» como profesora de universidad) que siguen bajo el yugo de su orientación sexual, de las expectativas que sus familias tenían sobre chicos y chicas. Además, desde mi experiencia (¿sesgada?) las chicas tenemos en muchas ocasiones una carga mayor de «mala conciencia» y nos cuesta más ser quienes sentimos que somos al pensar «voy a decepcionar». A mis 41 años y sigo teniendo que salir del armario, como poco una vez a la semana, y para algunos compañeros de trabajo que saben que mi pareja no es hombre, sigo recibiendo recuerdos para mi marido. Por no hablar del proceso de maternidad y de las constantes visitas a urgencias (con diferentes equipos médicos), por mi hiperémesis gravídica (en España y en Estados Unidos, donde residía), y la omnipresente pregunta de ¿quién era el padre? A lo que respondía que mi hijo no tenía padre y que sobre el donante en España hay una política que nos facilita unos datos muy concretos (y escuetos).
Por mucho que el mundo diga que todas las personas somos iguales, no es verdad a efectos de tabúes, prejuicios, etiquetas y desprecios. No somos iguales a efectos de muchísimas situaciones vitales cotidianas. Ahí nace mi arranque, ahí radica mi deseo por verbalizar en clase y con estas palabras en esta publicación en un foro de acceso público, sin necesidad de haber pasado por un aula en la que yo haya impartido clase, que en la universidad, más allá de las actividades incentivadas por los vicerrectorados de igualdad (y afines), hay profesoras lesbianas. Tal vez no llevemos una etiqueta en la cara, pero somos seres sintientes que sabemos las piedras que nos encontramos en el camino por no haber seguido el itinerario normativo en cuanto a latidos preinstalados de serie y que, al menos en mi caso, estoy aquí como aliada, como mujer, como persona, como madre, como profesora, como ser humano que sabe que en casa cuando se es dependiente económica [y también emocional]mente cuesta más ser una misma por una infinidad de miedos, como podría ser el miedo a la hoja en blanco que mencionaba al principio o al de la hoja en blanco del examen que todas las personas hemos sentido alguna vez en nuestra vida.
En clase y en la vida aplico esa máxima de «compartir es vivir» y me he dado cuenta, ya desde hace unos años a esta parte, que lo que exteriorizo en clase o con mis estudiantes tiene un efecto brutal en personas que se creen adultas, pero a las que todavía les falta mucho para poder gestionar ciertas situaciones vitales. Ver que alguien que es «profesora» y les saca en algunas ocasiones 20 o 22 años de edad (en otras ocasiones tenemos casi la misma edad, en el caso de estudiantes de máster, por ejemplo) siente, ha sentido, ha sufrido o sufre ciertas injusticias, esas desigualdades por su orientación sexual (y por ser mujer), además de humanizar(me) como profesora/persona, les empodera para ver que todas las personas somos iguales dentro de nuestra desigualdad (y exclusividad individual) y que nos necesitamos para hacer que el resto nos trate así, como iguales, como seres sintientes que solo pretendemos vivir y ser felices. Cómo olvidar la conversación con una de mis estudiantes durante mi experiencia docente en Arlington (Texas), donde me dijo que no me imaginaba lo mucho que le había ayudado saber que yo era lesbiana y poder llegar a casa y contar a sus padres que la profesora de la que tanto les había hablado por la admiración que le inspiraba era, además de Doctora y europea, lesbiana. Nunca me había planteado hasta ese momento que yo, como una profesora común y mortal, podía ser un referente personal, más allá de lo meramente académico o profesional. Que mi profesión sea mi vocación me ha salvado de momentos personales complicados, pero si algo me ha regalado ha sido cruzarme con personas increíbles de las que puedo seguir aprendiendo año tras año, promoción tras promoción y por las que sigo buscando mi mejor versión. Por todo ello, seguiré involucrándome como me lata el corazón, seguiré dando, seguiré sumando, seguiré creyendo que compartir es vivir y haré por creerme lo que les digo a mis estudiantes: no somos yogures, no tenemos fecha de caducidad para luchar por nuestros sueños (personales) y metas (profesionales).