Vuelve la normalidad: sucesión de ataques homófobos, Vox asociando homosexualidad con pederastia… Salimos de nuestras casas y esto es lo que nos encontramos. El enemigo está ahí fuera, engorilado, y la lucha debe continuar.
Así lo decidieron los colectivos organizadores de la marcha del Orgullo 2021, que arreciaron el contenido político. “Los derechos humanos no se negocian, se legislan: Ley Integral Trans ya” era su lema, tras la decepcionante reticencia de algunos círculos presuntamente progresistas ante el derecho a la autodeterminación de género.
Ya nos gustaría seguir defendiendo el hedonismo, pero así están las cosas en la España crispada, polarizada y cada vez más intransigente. La que, en la bisagra de un cambio que parecía inevitable y liberador, ha rechinado llena de racismo, machismo y transfobia. Pero cuando el antagonismo es tan claro, es también más fácil no mirar hacia dentro y ocuparse de la versión menos visible de esta ranciedad que vuelve porque siempre estuvo allí, incluidos algunos rincones de nuestra comunidad.
Nos resulta fácil hablar de machismo en el mundo heterosexual, de patriarcado que ha oprimido no solo a la mujer, sino a las minorías sexuales, del Me Too, de la insolidaridad social. ¿Pero cómo opera ese modelo en el mundo LGTBIQ+?
Hace cuatro años, pensaba erróneamente que, mientras seguimos sumando letras a la diversidad de la comunidad, quizá la G tendría que pasar a un discreto último lugar. Luego me di cuenta de mi privilegio, claro, y de que la intersección de la homosexualidad masculina con edad, clase social, raza, ciudad, religión y estatus migratorio hace que muchos sigan pasándolas canutas, así que descarté la idea por peregrina.
Pero conforme veo que a muchos de nosotros (hombres homosexuales cercanos a los 40) nos va bien y alcanzamos posiciones de privilegio, y detecto traducciones demasiado literales de educaciones machistas y misóginas, me queda claro que el homopatriarcado existe, está entre nosotros y es complicado denunciarlo sin tirar piedras contra nuestro propio tejado. Aun así, lo voy a intentar.
La homosexualidad no solo hace intersecciones en los estratos bajos de la desigualdad, también cabalga los altos. Y no me estoy refiriendo al estilo de vida burgués, que para eso ya está La herencia, de Matthew López (que acaba de ser publicada en España por Dos Bigotes), sino a cierta tendencia a canjear la opresión histórica del colectivo por un bono ilimitado de exculpación en todo lo que tenga que ver con la tolerancia al prójimo. Un permiso que nos desvincula de tantos patrones tóxicos que repetimos a veces en contra de nuestros propios compañeros del colectivo.
Hemos avanzado, menos mal, en las críticas al masc4masc o a la plumofobia. Pero, a veces, juego a trasladar nuestras conversaciones al mundo heterosexual hombre-mujer, y me teletransporto a la copa y el puro. Oigo todavía comentarios sobre mujeres histéricas y lesbianas amargadas que me retrotraen a lo más profundo de mi antiguo armario. Y con todo lo importante que es para la visibilidad Drag Race España, una parte de mí no puede evitar pensar que es, en gran parte, un espectáculo diseñado a mayor gloria de la diversión del hombre homosexual. Por no hablar del gaysplaining que campa a sus anchas por las redes sociales.
No estoy diciendo que no haya que saborear los éxitos ni disfrutar de los privilegios obtenidos con sangre, sudor y lágrimas de nuestros antecesores o los nuestros propios. No digo que no podamos ser voces de autoridad y artistas multipremiados. Pero abramos paso, señores, que algunos de nosotros ya no computamos como oprimidos y a veces sí nos comportamos como opresores.
Utilicemos nuestros triunfos para tender una mano a los que vienen detrás. Démonos por aludidos cuando se hable de necesidad de cambio, revisitemos algunos de nuestros comportamientos, que también tenemos mucho que desaprender. Muchos lo están haciendo ya, qué duda cabe, pero quedamos muches más. Y nada debería hacernos sentir más orgullosos que deshacernos de aquellos patrones a los que conseguimos sobrevivir.