Monteverdi fue un transgresor que en 1607 rompió con todo lo establecido cuando creó esta favola in musica en un prólogo y cinco actos. Está consensuado por todos los musicólogos que esta obra es la primera ópera de la historia. Ahora L’Orfeo regresa al Teatro Real demostrando que su vanguardia –que en su momento creó un género– ha sobrevivido a los más de cuatro siglos que han pasado desde su estreno.
La versión que acaba de subir a escena en Madrid es de tal belleza, de una exquisitez tan sublime, que consigue que el lenguaje de la danza contemporánea del siglo XXI se fusione con una partitura de comienzos del XVII creando una comunión perfecta. Al final son lenguajes que no son tan diferentes. O al menos la masilla que los une hace que no lo sean: es lo que tiene saber ‘contemporanizar’ los clásicos con criterio, no simplemente sacando de contexto las obras sin el menor de los sentidos, solo por el placer de provocar y conseguir un titular barato que no aporta nada.
La liturgia empieza en el mismo foyer del teatro, cuando la fanfarria que cada noche avisa por megafonía (que no es otra que el comienzo de L’Orfeo) que el espectáculo va a comenzar suena en directo, interpretada por parte de los músicos de la Freiburger Barockorchester. Continúa ya en la sala principal, en el que es el preámbulo de un festín barroco, una verdadera velada gourmet, que nadie debería perderse.
Orfeo desciende a los infiernos para buscar a Euridice. Según la mitología griega, cuando tocaba su lira, calmaba a las fieras. Su música servía también para calmar las almas humanas. Con ella logró dormir al terrible Cerbero cuando bajó al inframundo para salvar a su amada. «Para los neoplatónicos florentinos, Orfeo era la metáfora misma del poder de la música, y de ahí el mito pasó a encarnar la ‘autoconsagración’ de la ópera como una nueva forma de arte», afirma Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, que esta temporada presenta tres óperas que son tres versiones del mito.
Un momento de la representación de L’Orfeo de Monteverdi puesto en escena por Sasha Waltz. [Fotos: Javier del Real]
La primera de todas las ellas es esta de Claudio Monteverdi, de 1607, que ahora pone en escena Sasha Waltz «con una dramaturgia que se atreve a dinamitar la frontera entre música, canto y danza», según Matabosch. La temporada comenzó en los Teatros del Canal con L’Orphée de Philip Glass, compuesta en 1993 basándose en el guion de la película surrealista que Jean Cocteau rodó con María Casares. Y también podremos disfrutar de Orfeo ed Euridice de Gluck, con René Jacobs al frente de esta misma Freiburger Barockorchester.
Esta función que vemos ahora no es la ópera de Monteverdi coreografiada sin más: es una especie de transcripción de una obra con un lenguaje, el musical y el dramático, a otro, el de la danza. Una transcripción, insistimos, exquisita en la que los papeles se desdoblan para contarnos el libreto en los dos lenguajes de manera paralela.
Para Sasha Waltz, esta obra es “una meditación sobre la existencia humana. La ópera tiene un poder catártico. Por eso hoy todavía es relevante que hagamos ópera, pues nos da el sentido de lo que significa la vida y la muerte. Quizás ahora tenga algo que ver con la pandemia de la covid como esa experiencia colectiva. Hay un mayor entendimiento de cuándo hay que celebrar la vida, la alegría de vivir. Todo el mundo entiende lo que significa la muerte, y también, recientemente, todo el mundo ha experimentado lo que es la muerte. Así que creo que esta obra ahora es más relevante que nunca”, asegura.
La coreógrafa alemana estrenó esta producción de su compañía Sasha Waltz & Guests, fundada en 1993, en el año 2014. Es una coproducción con la Dutch National Opera Amsterdam, el Grand Théatre du Luxembourg, el Bergen International Festival y la Opéra de Lille. Ahora la ha revisado por completo para su estreno en en Teatro Real. Tanto que hasta ha creado un nuevo vestuario que nos retrotrae, con un toque elegantemente helénico, a los años 30 del siglo XX.
La primera ópera de la historia regresa al Real en esta producción que Sasha Waltz creó en 2014, y que ahora ha revisado por completo para su estreno madrileño.
El elenco es, simplemente, formidable. Junto a los bailarines de compañía tenemos a un conjunto de cantantes/actores/bailarines que forman un todo compacto, huyendo de protagonismos que desequilibren la deliciosa armonía que vemos en el escenario. El barítono Georg Nigl es Orfeo; la soprano Julie Roset, Euridice/La Música; la mezzosoprano Charlotte Hellekant, Mensajera/La Esperanza; el bajo Alex Rosen, Caronte, y el bajo barítono Konstantin Wolff, Plutón. Todos ellos, bajo la batuta Leonardo García Alarcón redondean un espectáculo sublime.
Esta función es un auténtico festín barroco. El éxito fue rotundo la noche del estreno.
Según la RAE, una liturgia es un «conjunto de prácticas establecidas que regulan en cada religión el culto y las ceremonias religiosas». La liturgia que se acaba de estrenar en el Teatro Real cuida cada detalle para que los fieles se entreguen rendidos a una conversión en masa, que hace que el patio de butacas resuene con esa extraña sensación que solo obtienen los éxitos rotundos.
En esa liturgia todo, cantantes, bailarines y músicos, van descalzos. Es, quizá, ese contacto directo con la tierra, con el escenario, con la vida, el que consigue que esos 407 años que pasaron desde que Monteverdi compuso esta maravilla hasta que Sasha Waltz la transcribió a la danza contemporánea en 2014 parezcan unos segundos. Para que comprobemos que en 1607 y en 2022 la sutileza y la exquisitez utilizan el mismo abc.