No sé en qué momento algunos periodistas empezamos a atribuirle a Verónica Echegui el título de la mejor y más infravalorada actriz de comedia de su generación. Quizá fue por su pequeñito papel en un episodio de Paquita Salas (ella recitaba esa frase inolvidable: “¡Me cago en España! Joder. También me cago en mi amá, y la quiero con toda mi alma”), o por sus trabajos en el género. Aunque ninguno resultara especialmente lustroso (Explota, explota, La gran familia española), lo meritorio era su capacidad para extraer oro de roles muy secundarios.

Verónica Echegui, portada de Shangay con No culpes al karma de lo que te pasa por gilipollas.
Creo que yo empecé a decir eso de ella el día que me hizo reír en una entrevista. Era una de esas estresantes premières llenas de gritos y flashes en los cines de Callao, y a mí me tocaba preguntar a los que pasaban por la alfombra roja sobre sus escenas de sexo. Verónica me contó con gran desparpajo y naturalidad aquella vez que un actor le tenía que “comer la pepita” [sic], pero ella tenía “la vagina bastante depilada”, así que le pidió a la maquilladora que le pegara un “mochillo” ahí abajo. Me encanta que mi única anécdota con ella sea así de vulgar y divertida, y estoy muy seguro de que a ella también le habría gustado.
El azar quiso que Eusebio Poncela muriera solo unos días después de Verónica Echegui. No es que tuvieran muchísimo en común, a priori: ambos aseguraban haber querido ser actores desde la infancia, habían sido malos estudiantes y pasaron por la RESAD, pero ¿no define eso a un alto porcentaje de los y las intérpretes de este país? A ambos se los llevó el cáncer, y a ambos, aunque a una más que al otro, demasiado pronto.
Nos contó hace poco Assumpta Serna en la radio que a Eusebio Poncela le tocó interpretar a muchos agentes del orden (curas y policías), algo muy irónico sabiendo que él era un anárquico redomado. Presumía de haber seducido a los mejores directores de este país: “¡Todos los interesantes han pasado por estas manos!”. Echegui decía que no hacía papeles por dinero; Poncela también, excepto cuando estuvo enganchado a la heroína (“ahí hacía lo que fuera para comprarme lo que necesitaba”). Creo que ambos eran casi siempre sinceros, raro en su gremio. De hecho, Poncela dijo que un actor, para ser bueno, no puede guardar secretos ni llevar falsedades dentro, porque enferman o no hacen bien su oficio. Yo extendería esas palabras al resto de la humanidad.
En aquella misma entrevista, Verónica me dijo que le gustaba verse en escenas de sexo, “incluso cuando me veo defectos. Digo: ‘Ah, pues mira, debo de estar envejeciendo bien’”. Cuando le preguntaban qué mujer le gustaría ser en el futuro, contestaba “una mujer verdadera”. No tengo la menor idea de si Eusebio y Verónica se conocían, pero creo que se habrían caído bien. Porque a Eusebio no le gustaban las imposturas, y Verónica era una tía verdadera.

Ilustración: Iván Soldo
Dos grandes que sabían vivir la vida
Los dos coincidían también en su falta de miedo al futuro. “No hay nada malo en cumplir años. ¿Qué va a tener de malo seguir el curso natural de la vida y de lo que nos ofrece?”, decía ella. Y él, protagonista del díptico bíblico para todo maricón cinéfilo español (Arrebato y La ley del deseo), afirmó: “No estoy en contra del tiempo, sería un gilipollas. Bienvenido sea el paso del tiempo. ¡Olé sus huevos el tiempo!”. No le tendrían miedo, pero es una putada que el tiempo no fuera más clemente con ellos.
Me toca escribir estas líneas en una habitación de hospital, irónicamente, y quizá por eso estoy pensando en ellos dos, y en sus finales. La cirugía de un familiar me ha traído a este edificio en el que la vida y la muerte conviven con el cliché y lo sublime. Junto a la entrada que lleva a Urgencias está la del mortuorio (¡qué palabra más terrorífica!), y pienso en lo violento y necesario (ambos adjetivos aplicables a un hospital) de esa convivencia: el mortuorio, ahí delante, se evidencia como final inevitable, pero también nos hace conscientes de que aún no estamos en él. El cuerpo que aún no esté ahí dentro tiene la obligación moral de disfrutarse, y eso Verónica Echegui y Eusebio Poncela se fueron sabiéndolo.