La frase es ya un clásico de la homofobia estrepitosa: “Tengo muchísimos amigos homosexuales, no tengo nada en contra de ellos”. No falla: cada vez que algún político, algún profesional destacado, algún intelectual mohoso o en horas bajas, alguna celebridad errática o algún famosillo de medio pelo o decididamente costroso suelta, de palabra o por escrito, algún rebuzno homófobo y se organiza el pertinente tiberio, el asno en cuestión acaba mostrándose en público convenientemente compungido y asegura que tiene millones de amigos homosexuales y encantadores y que él o ella siempre los han querido y los ha respetado un montón. Los últimos, que yo sepa, han sido esos dos Chunguitos en ese reality de Telecinco que se llama Gran Hermano VIP y que no voy a calificar porque no lo he visto.
La verdad es que a mí me da igual lo que digan los Chunguitos sobre los homosexuales o sobre las eminencias en física cuántica, por citar una disciplina científica que Karmele Marchante siempre pone, con gran pertinencia, como ejemplo de lo indescifrable. A mí lo que empieza a resultarme de veras inquietante es estar rodeado, sin saberlo, de amigos homófobos. Es cierto que a los amigos de verdad se les perdona prácticamente todo, pero al menos conviene saber de qué pie cojean. Desde luego, si yo fuera amigo de los Chunguitos, ahora estaría hecho polvo. Porque a los amigos gays, a las amigas lesbianas, a los amigos y amigas bisexuales y transexuales y bisexuales de esos Chunguitos más les vale no engañarse: esos Chunguitos les harán muchas cucamonas y echarán mano de ellos cada vez que los necesiten, pero, en el fondo –y por lo visto y oído, no tan en el fondo–, los desprecian.
El caso es que ahora mismo yo no sé si le perdonaría a algún amigo o amiga que dijera de pronto, en un arrebato de desvarío o de hiriente franqueza, lindezas como las que han vomitado los Chunguitos. No sé si les perdonaría, aunque se apresuraran a jurarme que no quisieron ofenderme, que yo soy diferente y que me siguen queriendo igual. Yo creo en el afecto y el respeto y la sinceridad y la generosidad de mis amigos, y no me refiero solo a mis amigos heterosexuales, porque conviene recordar aquí que la homofobia interiorizada de muchos homosexuales puede ser, en un momento dado, más ofensiva y más dañina y más soez que la que demuestran algunos heterosexuales virulentos. Pero yo no solo quiero amigos que me quieran, quiero amigos y amigas que no piensen –aunque tal vez nunca lo digan–, que no sientan –aunque se cuiden mucho de decirlo– que yo soy peor que ellos –más tonto, más sucio, más peligroso, menos de fiar– por el mero hecho de ser gay, o por no ser el gay que ellos consideren ‘respetable’. Que no se les escape –ay, sin querer– ninguna de esas ofensas en un momento de descontrol.
A lo mejor mis amigos me retiran sin contemplaciones la palabra después de todo lo que estoy diciendo. Porque un amigo de verdad no duda de sus amigos, está dispuesto siempre a disculpar sus equivocaciones, sabe no echar cuenta de comentarios y actitudes que delatan prejuicios y menosprecios aletargados, admite e incluso comparte bromas que se les afearían, con mejor o peor talente, a otros. Pero si yo fuera amigo de los Chunguitos, ¿lo seguiría siendo después de lo que han dicho de mí, después de lo que han dicho de todos y cada uno de nosotros?
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