En 1999, Calixto Bieito presentó en el Festival de Perelada esta producción de Carmen que en 2017 sigue igual de joven que entonces. Esa es la mejor prueba de que algo es bueno: que resista el paso del tiempo y de las modas. Por otro lado, privar a Carmen de todo el aderezo sevillano de abanicos y volantes ha resultado ser, curiosamente, la mejor forma de hacer creíble el personaje de Prosper Mérimée al que Bizet puso música, y que casi veinte años más tarde esa apuesta escénica tenga la misma vigencia, si no más, que entonces. Conviene recordar que en 1999 Bieito debutaba en la ópera, y (casi) nadie sospechaba que iba a convertirse en la estrella internacional que es hoy día.
Ambientada en una frontera que podría ser Ceuta o Melilla en plenos años setenta, esta función sube escena toda la estética cañí de España, un poco en la línea de Jamón Jamón de Bigas Luna. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que lo que hace Bieito es cambiar unos tópicos por otros. Pero tópicos, al fin y al cabo. Lo que ocurre es que esta estética de ‘chica poligonera’ (un concepto que nacía por esos años finales de los 90) da más credibilidad al personaje que la del de un traje de gitana. Teatralmente estamos ante un espectáculo redondo, que impacta desde el minuto cero, y que va in crescendo a lo largo de los cuatro actos de la ópera, aquí divididos en dos partes. Polémica de banderas aparte (innecesaria, pues la supuesta ofensa a nuestra enseña de la que habla todo el mundo es como el perro de Ricky Martin: no existe ni existió), Bieito utiliza los símbolos patrios para resaltar la españolidad de esta Carmen, de origen musical y teatral francés, dándole así al personaje un carácter racial y cañí como pocas cármenes han tenido sobre el escenario. La ópera es eminentemente un espectáculo canoro y musical. El motivo de resaltar aquí tanto la escena es porque estamos ante una de esas escasas ocasiones en las que el teatro está al servicio de la música y no a la inversa, algo que en este género supone una aberración.
A nivel musical, tres repartos se alternan en estas funciones que duran hasta el 17 de noviembre. El que nos ocupa tiene en el rol titular a Sthépanie d’Oustrac, una mezzo que sorprende por la delicadeza de su canto, su fraseo, frente a su interpretación ruda, rasgada, que no deja lugar a duda al tipo de mujer al que está dando vida. Le falta, quizá, un don José (Andrea Carré) más rotundo a su lado y un Escamillo (Vito Priante) con más ganas de torear… La Micaela de Olga Busuioc se lleva el gato al agua, con una interpretación rotunda que consigue la gran ovación de la noche. Marc Piollet da a la Sinfónica de Madrid (Orquesta Titular del Teatro) un brío y una riqueza de sonidos que no cesa desde la misma obertura. Tanto el soberbio Coro Titular del Teatro como los Jóvenes Cantores de la ORCAM redondean y llenan las carencias que se han resaltado. El conjunto es equilibrado y rotundo, y hay que reconocer que Carré y d’Oustrac logran ciertos momentos de gran tensión, dramática y musical, según avanza la noche.
El reparto se complementa a nivel visual con un conjunto de figurantes que, mezclados con el coro como el cuerpo de legionarios al que pertenece Don José, dan un estética filogay a la función que la hace especialmente atractiva y morbosa. Un plus perfecto para una representación redonda de una ópera que habitualmente se sube a escena por unos derroteros muy diferentes. Un regalo con mayúsculas.
Este montaje forma parte de un proyecto más ambicioso del Real, que se complementa con las funciones de Carmen que el Ballet de Víctor Ullate estrenó hace unos meses en los Teatros del Canal.
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