Las grandes saben cómo hay que despedirse. Es más, las grandes no pierden la cabeza arruinando sus carreras en galas o bolos innecesarios que, lejos de aportar, solo desmerecen sus trayectorias. Mariella Devia ha perdido la cabeza, pero en el sentido más literal, en su despedida del público de Madrid en el Teatro Real.
Pero hay que insistir que es en el sentido literal de los personajes que aborda, que no en el artístico. Pierde la cabeza porque ha querido decir adiós con dos de tres las reinas donizettianas que terminaron decapitadas, y que inspiraron tres de las óperas más conocidas del compositor italiano.
La Devia sabe cuál es tu territorio. Y lo aprovecha al máximo. El concierto del domingo 28 de octubre, incluido dentro del ciclo Las voces del Real, sirvió para que la soprano italiana dijera adiós a una trayectoria impecable que la ha coronado como una de las reinas indiscutibles del bel canto. Y lo hizo como hay que hacer estas cosas: bien.
En la primera parte, la diva salió elegantemente vestida de negro para bordar el final del primer acto de Anna Bolena. Previamente, la Orquesta Sinfónica de Madrid (titular del Real), bajo la batuta de José Miguel Pérez-Sierra, atacó la obertura. Primer gran aplauso de la noche. Luego, la escena final.
Puede ser que la soprano no tenga ya todas sus cualidades vocales. No las necesita. Sabe cómo hacerlo para que su fantástica técnica no reste ni un ápice de brillo a una actuación impecable, con las proporciones justas de emoción y pericia. Además, se rodeó de unos muy buenos compañeros de viaje: Javier Franco (Lord Rocheford), Alejandro del Cerro (Lord Riccardo Percy), una estupenda Sandra Fernández (Smeton) y Emmanuel Faraldo (Sir Hervey) en una cortísima intervención en esa escena. La Devia, elegante y contundente, brilló en voz y en presencia. Es lo que tienen las grandes.
La segunda parte, misma estrategia: obertura de Maria Stuarda y escena final. Con los mismos compañeros de viaje añadiendo al barítono Gerardo Bullón. Y misma fórmula de éxito. La diva se había cambiado de traje y llevaba uno en tonos morados, perfecto para la traca final.
El público estaba entregado desde el primer acto. Como había ocurrido siete días antes con Cecilia Bartoli en su Cenerentola en el Auditorio Nacional. Pero esto no era un ópera, sino un concierto con sabor a despedida. Y fue justo ahí, al final, donde flojeó la noche.
Es cierto que era un programa cerrado. Pero también lo es que las normas están para romperse. Y nos quedamos con ganas. Con ganas, si no quiere saltarse el guion, de cualquier aria de Elisabetta, reina de Inglaterra, y hubiera cerrado la trilogía donezittiana de los Tudor con Roberto Devereux, que ella cantó en 2015 en ese mismo escenario. O cualquier otra joya del bel canto tras su Norma de 2016.
Era su noche, su despedida. El público la aclamaba, y una casta diva no se puede ir así. No debe. Por eso nos quedamos con sensación de coitus interruptus tras una noche que iba muy bien encaminada. Ni un guiño a sus fans, ni una sola propina. Al final, el calor de la sala se rompió de lleno con la ola de frío que entraba por las puertas entreabiertas por esos odiosos espectadores que siempre tienen prisa por irse.
Aun así, una gran noche de ópera. Una preciosa despedida para una grande que sabe que perder la cabeza en estas lides solo lleva al ridículo. Grazie! Y brava!!!