El viernes pasado salí en la tele, en el programa First Dates. No es que yo tenga especial predilección por aparecer en este medio, ni mucho menos, pero, en mi obsesión por ver activismo por todos lados, consideré que podía ser una buena forma de reivindicación.
Quizá tenga que explicarme un poco mejor. Para ello, me tengo que retrotraer al día en el que, por redes sociales, un redactor de First Dates contactó conmigo ofreciéndome la posibilidad de salir en el programa. Mi primera respuesta fue una negativa ya que, como he comentado, no pensaba que mi perfil pudiera encajar en un programa de entretenimiento de este tipo. Pero como esta gente es muy lista, el periodista enseguida apeló a mi activismo y me dijo que creía que un programa en horario de prime time podría ser muy una buena plataforma para lanzar mi mensaje.
De repente, como si sus palabras hubieran activado algún tipo de mecanismo mental, me vino a la cabeza algo que Mili Hernández, histórica activista, siempre dice cuando le preguntan por la visibilidad del colectivo LGTB. Ella cuenta que en su época, décadas atrás, solo existían tres personas LGTB visibles que salían por televisión: Empar Pineda, Armand de Fluvià y Jordi Petit. Nadie más se atrevía a dar la cara.
Me di cuenta entonces de que mi asistencia al programa ya no solo era una cuestión de entretenimiento, sino más bien el pago de una deuda a todos esos activistas históricos que consiguieron, paso a paso, abrirnos camino en un momento donde ser visible se pagaba caro. Y es que si el redactor de un programa de televisión había contactado conmigo en 2020 para que tuviera una cita con otro chico ante miles de personas era, única y exclusivamente, fruto del ingente trabajo de activismo, visibilidad y lucha de todos nuestros antepasados. Rechazar la oferta, por tanto, se me antojaba ya un poco más difícil.
Aun así, seguí dándole vueltas. Valoraba una y otra vez los pros y los contras de asistir al programa. ¿Qué dirían mis ex cuando me vieran allí? ¿Qué pensaría mi familia? ¿Qué implicaba presentarse como homosexual visible delante de un programa con miles de espectadores? Tener una cita en televisión conllevaba perder el control de mi intimidad y eso me angustiaba bastante.
Tras rascar un poco más y analizar la situación con detenimiento, también me di cuenta de que, muy en el fondo de mí, había una sutil homofobia interiorizada que me decía “no lo hagas, no vayas, ¿qué necesidad hay de que aquellos familiares lejanos que ves dos veces al año te vean por televisión flirteando con otro chico?”. Y eso también me angustió. No el pensar en esos familiares, sino más bien que yo, activista abanderado de la libertad sexual, pudiera albergar tremendos pensamientos, aunque fueran muy dentro de mí. Pero es que la homofobia interiorizada, al igual que el machismo o la xenofobia, se puede presentar en cualquier momento, de la forma más sibilina posible, y ni el activista más activista del mundo se libra de ella. Más que nada, porque es un problema estructural de la sociedad en la que hemos nacido y nos hemos criado.
«Mi asistencia al programa no solo era una cuestión de entretenimiento, más bien el pago de una deuda a muchos activistas históricos»
Así que, con este panorama, no tuve más remedio que aceptar la invitación. El resto ya lo habréis visto vosotros –yo no, porque me da una vergüenza terrible verme en la tele–. Por supuesto, he de aclarar, que por este programa ya han pasado un gran número de personas LGTB de todo tipo y yo no he dejado de ser otro maricón más –blanco, cis y normativo, encima de todo– que ha cenado con otro maricón –en este caso, un maricón-travesti de lujo–.
No he sido pionero en nada. Pero, aun así, por mucho que creamos que ya estamos completamente integrados y que vernos en televisión no supone un escándalo o un acto de extrema valentía, no podemos cejar en nuestro empeño de seguir ocupando espacio público. Porque nuestro lugar, así como nuestros derechos, tardan mucho en conquistarse y muy poco en perderse.
Nuestra labor ahora es, más que nada, un trabajo de mantenimiento que nos ayude a no ceder. Es la continuación del trabajo de visibilidad iniciado por Jordi Petit, Empar Pineda y Armand de Fluvià, y que ahora recae en todas y cada una de las personas LGTB que hemos pasado por ese restaurante y por la televisión en general. Porque solo juntas y en unidad podemos hacer frente a las adversidades que nos acechan.
Además, quién sabe si, en algún pequeño pueblo o en alguna casa alejada de la diversidad, un niño, niña o niñe nos vio y descubrió que se puede hablar de transformismo o de cultura LGTB en un programa en prime time. Y no solo eso, sino que además pudo darse cuenta de que ser marica, bollera, bi o trans no es un castigo ni nada de lo que avergonzarse.
Quién sabe, por tanto, si en algún lugar de este país, Òscar y yo hemos logrado convertirnos en un referente positivo para alguien que lo está pasando mal o alguien a quien le está costando aceptar su orientación o identidad sexual. No creo que nunca me llegue a enterar, pero, si esto ha ocurrido, aunque solo haya sido con una persona, mi misión en el programa estará más que cumplida. Os lo puedo asegurar.