La primera vez que me preguntaron si me maquillaba, lo negué. Por vergüenza, tal vez; por miedo a ser juzgado. Quizás no tenía referentes y yo también estaba convencido, por entonces, de ese mito de que la brocha y el colorete son cosas de chicas, pero lo cierto es que la imagen que me devolvía el espejo era mucho mejor cuando me daba un poco de color y disimulaba mis ojeras. Así que, ¿por qué no hacerlo? Pero, ¿reconocerlo? ¡Ni muerto!
Entonces me pregunté si sería un bicho raro como para que a todo el mundo le extrañase que en mi neceser portase una base hidratante con color o un rizador de pestañas. Por aquella época yo estudiaba Egiptología (algo raro era, sí), y en uno de los libros que leía sobre aquella civilización, me topé con una maravillosa sorpresa.
Seguro que en la Prehistoria se hacía uso de productos naturales para colorearse el rostro con el fin de camuflarse y protegerse así de posibles ataques de animales para facilitar la caza, o bien con motivo de algunos rituales. Pero la historia del maquillaje para un uso eminentemente estético como el que conocemos hoy en día nace en el Antiguo Egipto.
Hace miles de años, los antiguos egipcios, pioneros en tantas y tantas artes y costumbres, eran personas tremendamente cuidadosas con su salud y también con su apariencia física. Parece difícil de imaginar que en un periodo tan remoto (hablamos de hace más de cinco mil años), el perfume, los productos antiarrugas, el desodorante o las pastillas para el mal aliento fuesen ya una realidad, ¡pero lo eran!
Un tocador egipcio era un marasmo de peines, espejos, cuchillas para afeitar, tintes para el pelo, pinzas para eliminar vellos rebeldes y un sinfín más de objetos y productos cuyos “descendientes” hoy compramos en perfumerías y supermercados.
Todos hemos visto representaciones de mujeres y hombres egipcios con una gruesa raya negra pintada en los ojos. Sabemos que, ya durante el Periodo Predinástico (antes del año 3.000 a.C.), nuestros queridos egipcios se aplicaban en los ojos un polvo negro llamado khol, compuesto de hollín y antimonio, entre otras cosas para protegerse del sol abrasador del desierto, pero también para lograr un efecto de ojos de gato y demostrar un alto estatus social.
Posteriormente llegó a utilizarse incluso en las pestañas, como el más antiguo rímel del que tengamos constancia, además de la sombra de ojos verde malaquita o el ocre y el óxido de hierro humedecido para dar un color rosado a las mejillas y a los labios. Creían que la limpieza y la belleza agradaba a sus dioses, así que no escatimaban en recursos para agasajarlos.
Los romanos, ya después de que Jesucristo dejase sus huellas por aquí, heredaron la costumbre del khol y el colorete, pero, además, se pintaban las uñas con un elixir de grasa y sangre de cerdo, cuyo olor poco tendría que ver con los esmaltes de uñas que conocemos. Pero ya lo sabes: la actual moda de las uñas pintadas, querido amigo, tiene más años que el hilo negro.
Los caballeros del Imperio Romano también se pintaban la cabeza para disimular la calvicie, y blanqueaban sus rostros con polvo de tiza. Esta costumbre se perpetuó a lo largo de los siglos, y lucir una tez blanquecina pasó a ser síntoma de riqueza, algo que se popularizó durante la Edad Media en Europa: quienes tenían piel oscura eran aquellos que realizaban trabajos al aire libre, en el campo, trabajos forzados, mientras que los más adinerados se protegían del sol con sombrillas y dedicaban la mayor parte de su tiempo al ocio en interiores, por lo que lucían blancos como la nieve.
Para agudizar ese efecto, se recurría al maquillaje, en ocasiones en exceso, lo cual a alguno le llevó a la tumba antes de tiempo, ya que el uso de plomo sobre la piel, con el que se elaboraba en parte este ungüento pegajoso, es poco recomendable. Ni que decir tiene, pues solo hay que admirar sus retratos, que la saga de los Luises (XIV, XV y especialmente Luis XVI) popularizó en Francia en el siglo XVIII los tacones en los hombres de la Corte, el maquillaje y las pelucas.
La llegada del siglo XIX relegó al maquillaje a un género concreto, el femenino, e incluso perdió popularidad (más allá de algún retoque con aspecto muy natural), pero sobre todo perdió reputación entre las féminas en países como Gran Bretaña, ya que la Iglesia y la Corona inglesas lo consideraban abominable y fue literalmente descrito como una obra diabólica cuyo uso se relegó a las prostitutas o mujeres de escasa reputación.
Sin embargo, el Hollywood de la primera mitad del XX volvió a poner las brochas sobre el rostro masculino. Una muestra clara es el considerado por muchos como el primer ejemplo de belleza masculina metrosexual, Clark Gable. Una moda que a España, como tantas otras cosas, tardaría en regresar. Habría que remontarse a la movida de los 80 y el aperturismo que esta comenzó a fraguar tras largos años de dictadura, donde el estereotipo de “macho ibérico” que algunos pretenden seguir perpetuando no debía conocer ni siquiera la diferencia entre el azul klein y el azul celeste, porque eso eran cosas de mujeres y maricas.
Así llegamos a la actualidad, cuando, hace unos días, una amiga me visitaba en casa y al ver el armario de mi cuarto de baño salió de allí sorprendida afirmando que tenía al menos cuatro veces más “potingues” que ella. Es cierto, los tengo.
Soy un hombre que se maquilla, ¡lo grito a los cuatro vientos! Como ha sucedido a lo largo de la mayor parte de la Historia de la Humanidad. Por diferentes motivos, con estilos y técnicas distintas y con objetivos igualmente diferentes, pero sí, el maquillaje es también un territorio masculino.
Su uso exclusivo por parte de las mujeres es algo que quedará escrito en la historia entre un puñado de decenios, porque desde que el mundo es mundo, los “machos” nos protegemos, nos cuidamos, nos queremos ver más bellos y tenemos todo el derecho a incluir en nuestro neceser un labial, un peinador de cejas o aquello con lo que cada uno se sienta mejor.