Les Arts celebra el mes del orgullo por todo lo alto con una de las producciones más memorables que se recuerden de la archiconocida La flauta mágica de Mozart. El actor, director, homo universalis y genio contemporáneo Simon McBurney (La Teoría del todo, The Conjuring 2, Robin Hood) presenta al fin en España su más sentido homenaje al compositor de Salzburgo con una imaginativa propuesta en donde el teatro, el arte de hacer teatro y la ópera se reencuentran más de doscientos años después.
La fiebre mozartiana parecía haber hecho enfermar a la prensa musical en lo que a esta producción se refiere: «Es la mejor propuesta de La flauta mágica que se ha hecho en los últimos cincuenta años ¡y punto!», sentenciaba la crítica. Las expectativas estaban altas. Los little monsters de McBurney se rendían en elogios y yo en el escenario solo veía un par de andamios y una superficie negra decorando el foso. Sin darnos cuenta, la obertura comenzó a sonar. Las luces se fueron apagando con tanta sutileza que la oscuridad fue un imprevisto frente a la música. Y entonces, comenzó la fantasía…
«El universo de McBurney terminó entre aplausos y ovaciones; la gente no puede contener la emoción cuando algo le hace disfrutar. ¡Enhorabuena, Les Arts!»
La historia, o tal vez la leyenda, nos asegura que fue el actor, cantante y poeta Johann Joseph Schickeneder el que acudió en una de esas frías noches vienesas a casa del compositor. Tenía entre manos un libreto algo alocado, con personajes fantásticos y otros demasiado apegados a la realidad, y quería que fuera Mozart quien dotase de música a este nuevo singspiel.
Para muchos historiógrafos y musicólogos, La flauta mágica es un mero cuento de hadas en donde la fantasía prevalece sobre cualquier tipo de simbología. Pero hay un sector, los ‘conspiranoicos cuartomilenials’, si queremos llamarlos así, que van un poco más allá y encuentran dentro de esta obra todo un complejo entramado de símbolos que hacen referencia a aspectos claves de la masonería.
La masonería había sido perseguida por la Iglesia católica desde el 18 de mayo de 1751, cuando el papa Benedicto XIV lanzó la bula Providas Romanorum que condenaba estas prácticas en territorios cristianos. María Teresa I de Austria también la prohibió en todos los dominios de los Habsburgo pero, tras su fallecimiento, José II abrió la veda a este tipo de asociacionismo, siempre que la infinidad de logias que cohabitaban en Austria se agrupasen en dos grandes grupos. De ahí que Mozart accediera en 1784 a la conocida como Logia de La Beneficencia, más tarde llamada Logia de la Nueva Esperanza Coronada. Schickeneder, por su parte, pese a ser alemán, estaba muy influenciado por todos los movimientos reformistas de la francmasonería alemana.
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Pero volvamos a esa noche vienesa en la que Mozart y Schickeneder se reúnen para crear la que posiblemente sea la ópera más famosa de la historia. La masonería, allá por 1791, no pasaba por su mejor momento: las luchas entre conservadores y progresistas estaban a la orden del día y cualquier tipo de representación artística servía como excusa para exponer abiertamente ideas o debates que se estaban tratando dentro de las logias. Uno de esos puntos a tratar no era otro que la inclusión de mujeres dentro de la masonería, y el acceso de estas a los ritos de iniciación.
Mozart y Schickeneder, defensores a ultranza de esta medida, vieron en La flauta mágica una forma de divulgar este mensaje entre sus hermanos masones, llegando incluso a ridiculizar algunos de los mensajes machistas que el ala más conservadora de la masonería escupía sobre el sexo femenino. Por tanto, ¿es La flauta mágica una de las mayores campañas de propaganda jamás creadas en la historia de la humanidad? En palabras de la gurú de la comunicación y las redes sociales Noemí Argüelles: «Es para reflexionar».
En un mundo en donde Charlie xcx ha conseguido que la siempre llamada aplicación Twitter se llene de nudes bajo el lema «Brat», Mozart, más de doscientos años después, controla tu subconsciente para que cantes himnos masónico-feministas al berrear «Der Hölle Rache» a la salida de cualquier after. Porque todos hemos intentado imitar esos agudísimos sonidos que la fantástica Rainelle Krause interpreta en esta producción que Les Arts presenta por primera vez en España.
La flauta mágica nos habla de las luchas entre la luz y la oscuridad, desde la serpiente que persigue a Tamino en la primera escena hasta cuando este descubre que la Reina de la Noche, aquella en quien confió para salvar a su amada Pamina, es en realidad Miranda Priestly versión Tim Burton. Para Simon McBurney, toda esta simbología no se nos muestra mediante farragosos decorados que emborronan la escena con fieltro y felpa. Él entiende que el tándem Mozart-Schickeneder ya había hecho todo ese trabajo. El mensaje estaba en la música y en el libreto. ¿Su labor? Potenciarlo. Y para ello utiliza el primer elemento al que un niño se acerca cuando la realidad se le queda corta. Cuando el aula rezuma silencio y la fantasía se apodera de un objeto blanco y polvoriento. La pizarra es el mapa de sus sueños y la tiza los dibuja tal y como aparecieron en su imaginario. McBurney se sube al estrado como un niño más y nos hace corretear por los recovecos de su fantasía mozartiana hasta que llegamos a sentirnos parte del cuento. Pero, ¿de qué trata este cuento?
«Esta fantasía poética de McBurney no podría funcionar sin la inestimable ayuda de un elenco, como este, cuanto menos, envidiable»
Como en toda ópera de enredo, el argumento siempre es algo farragoso, con un total de 18 personajes (mismo número que grados tiene la masonería), relaciones familiares complicadas, elementos de la ficción que chocan con la más abrupta realidad y la música de Mozart que muchas veces es más descriptiva que el propio libreto. La historia se nos presenta como un rescate (quasi militar en los ojos de McBurney): Tamino, un joven príncipe, cae en las garras de la Reina de la Noche. Esta le engatusa para rescatar a su hija, la princesa Pamina, quien está secuestrada por su padre Sarastro. Para tamaña empresa, la Reina de la Noche le regala a Tamino una flauta mágica que altera los sentimientos de quien la escucha y pide al pajarero Papageno que lo acompañe cual escolta. El conflicto se retuerce un poco más cuando, durante el rescate, Tamino se enamora locamente de la princesa Pamina y le pide a Sarastro su liberación.
Y aquí empieza la parte que más le gusta a Dan Brown y por la que Netflix todavía está a tiempo de crear una versión Mozartiana de El juego del calamar: «Si quieres que la libere tendrás que superar estas tres pruebas mágicas», sentencia Sarastro. En ese momento, Tamino, Pamina y Papageno se embarcan en las tres esferas iniciáticas de la masonería: el silencio, el ayuno y la conocida como prueba del fuego y del agua. Con la astucia propia de los genios, Mozart y Schickeneder nos muestran a una mujer superando los ritos iniciáticos tan protegidos por los masones. Ritos que van más allá de la iniciación, pues la joven debe enfrentarse a conflictos personales como el hecho de alejarse de una madre carcomida por el odio, de descubrir que tiene padre o de entender que, muchas veces, proteger al ser amado implica alejarnos de el. ¿Reflejan y denuncian Mozart y Schickeneder de forma clara esta premisa? Parafraseando a Rosalía I de España: «Malamente, tra, tra», pero al menos tuvieron más éxito que Taylor Swift escondiendo el nombre de Kim Kardashian en thanK you aIMee.
Esta fantasía poética de McBurney no podría funcionar sin la inestimable ayuda de un elenco, cuanto menos, envidiable. Desde la siempre impoluta y precisa Serena Sáenz como Pamina, que se reafirma día sí, día también, como nuestra Penélope Cruz de la ópera, hasta el carismático y atrevido Giovanni Sala como Tamino, cuyo buen arte de recitar cantando lo convierten en un auténtico mozartiano. La mítica Reina de la Noche, que en este caso nos aparece envejecida y en silla de ruedas, fue perversa y maliciosa gracias al buen hacer de Rainelle Krause (os invito a que busquéis uno de sus vídeos cantando Der Hölle Rache mientras hace acrobacias y alucinen). ¡Y qué decir del adorado Papageno de Gyula Orendt! El maestro de ceremonias de esta función que incluso llegó a enamorarse locamente de una de las asistentes a quien le hacía guiños y muecas durante gran parte del segundo acto. Por último, no nos podemos olvidar del Sarastro de Matthew Rose. Solemne, autoritario, y con ese curioso «por favor, apaguen los móviles» que dijo después del descanso (más de uno tragó saliva y puso su teléfono en modo avión).
El universo de McBurney terminó entre aplausos y ovaciones. Porque la gente no puede contener la emoción cuando algo le hace disfrutar. No puede y no debe. Y entre el sonido de una flauta mágica y las sombras chinescas que nos había dibujado el genio inglés, una frase retumbaba en mi garganta como el que repite un mantra sin saber lo que significa: «Es la mejor propuesta de La flauta mágica que se ha hecho en los últimos cincuenta años ¡y punto!». ¡Felicidades, Les Arts! ¡Enhorabuena, Valencia!