En mi cometido de ‘pluma invitada’ de Shangay todavía no había escrito sobre Veneno. La vez anterior en que tuve ocasión, la serie había visto su emisión truncada por la pandemia, en espera de retomar el rodaje, y una, que es muy prudente, no quería hacer proselitismo de algo que ya sabía de antemano que era un trabajo bien hecho.
Preferí dejar pasar el tiempo y que, una vez concluida su andadura en la pequeña pantalla, fuese la gente quien diese su beneplácito. Por eso, a estas alturas, decir que Veneno es una obra bonita, repleta de matices, de gran calidad y múltiples detalles, resulta más que evidente, reafirmando tales ideas las americanas mediáticas que se encuentran alucinando al otro lado del charco. Vamos, que pese a los cainitas tan habituales de ciertos entornos, dispuestos a buscar fallos y disfrutar con las caídas, ha quedado bien claro aquello de que algo tendrá el agua cuando la bendicen.
Más allá de su narración, sus interpretaciones o la calidad técnica, el verdadero mérito de Veneno ha sido su modo de cambiar vidas. Ahí reside el logro que le distingue del resto de las series. Vidas que han llegado por fin a buen puerto tras años de naufragio. Vidas que descubren el cariño del público casi a los sesenta años. Vidas que gozan con dignidad de una segunda oportunidad. Vidas que por fin son vidas. Y no porque antes no lo valiesen, sino porque las privaban de su misma valía.
Lo puedo decir a plena conciencia por el simple hecho de tenerlas cerca, de ser mis amigas. Porque sus vidas a veces las siento como mías. Ni que decir tiene en cuanto a sus protagonistas, pero también en torno a todas esas secundarias maravillosas. Lejos quedan las inoportunas llamadas al timbre de Paca por parte de algunos niñatos, por el simple hecho de molestar.
«Lo mejor sería que ya nunca más fuese necesario cambiar vidas»
Juani Ruiz ha visto culminado su sueño de dejar para la posteridad algo bonito con lo que su entorno pueda sentirse orgulloso. Ángeles Ortega estaba destinada a encarnar a La Manola, porque aunque acudió al casting únicamente para acompañar a una amiga, su luz tenía que brillar. Desy Rodríguez ha logrado derribar unos cuantos prejuicios, demostrando que su paso por Gran Hermano no está reñido con una buena actuación. Karen Hernández encarrila hoy distintos proyectos tras años de preparación e incluso de auto producirse algunas obras. Candela Santiago regresó triunfal a su Málaga, dispuesta a seguir subiéndose a los escenarios. Y al igual que ellas, Laura, Desirée, Andrea, Sandra y otras muchas mujeres que se han esforzado por dar lo mejor de sí mismas ante un proyecto que pronto se convirtió en un símil de familia.
Pero hay más vidas. La de cada una de las espectadoras que se han identificado con buena parte de la historia, sintiendo cómo la serie les daba voz frente a diversas problemáticas ignoradas tiempo atrás. También los padres que la han visto con sus hijas, y los nietos con sus abuelas. Y adolescentes que han encontrado respuestas junto a la fuerza necesaria para iniciar su transición.
Y por encima de todo, Cristina. Cuya vida también ha cambiado aunque ya no esté aquí. Porque es ahora cuando empiezan a entender que tuvo que huir para poder ser ella, que atravesó lugares oscuros, que la televisión no siempre fue un remanso de paz e incluso asumió que el amor tenía un precio. Tal vez no era perfecta, pero al igual que muchas de sus compañeras, era una superviviente, que tiene más mérito. Ojalá todas las series tuviesen la capacidad de cambiar vidas. Aunque si es cuestión de pedir un deseo, lo mejor sería que ya nunca más fuese necesario cambiar vidas.