El pasado 21 de abril se cumplieron 19 años de la aprobación del matrimonio igualitario en España, un hito histórico que convirtió a nuestro país en el tercero del mundo en hacerlo. Más tarde, esta hazaña legislativa, pionera donde las haya contra la LGTBIfobia, se replicaría en muchos otros países hasta llegar a los 37 actuales; Grecia fue el último en sumarse, hace solo un par de meses.
No obstante, este gran triunfo social generó, aparte de una gran euforia colectiva, una falsa sensación de que ya se había conseguido todo. Con el “sí, quiero” de miles de parejas a las que históricamente se les había negado el derecho a casarse, parecía que la LGTBIfobia social se había erradicado, que las agresiones físicas o verbales no iban a volver a las calles o que ninguna familia volvería a rechazar a alguno de sus miembros por cuestiones de orientación sexual o identidad de género. Daba la impresión de que la tan ansiada ley de uniones civiles era el pico más alto al que se podía llegar.
Así pues, la pregunta entre los colectivos era recurrente: ¿qué se hace una vez que se ha conseguido lo inimaginable? Por esta razón, ese 21 de abril de 2005 se convirtió en el punto de partida de un periodo de desmovilización que, con el tiempo, ha dado pie a que surjan las grietas que han permitido que nuestros derechos, tan duramente luchados, se vuelvan a cuestionar por parte de algunos grupos políticos y sociales, que los discursos de odio campen a sus anchas en los instituciones o que territorios como la Comunidad de Madrid se permitan el lujo de derogar leyes específicas que nos protegen.
«El camino hacia la erradicación de la LGTBIfobia todavía es muy largo»
Ni que decir tiene que la ley de matrimonio igualitario no solucionaba la LGTBIfobia estructural o el resto de problemáticas de las otras letras del colectivo. Las lesbianas seguían sufriendo la doble opresión de ser mujeres y homosexuales; a las personas bisexuales se las invisibilizaba; a los hombres y mujeres trans se las patologizaba y expulsaba del sistema –tendríamos que esperar al año 2007 para que en España tuviera una ley que les permitiera el cambio registral sin necesidad de pasar por el quirófano–, y a las personas intersexuales se las continuaba mutilando genitalmente por razones estéticas nada más nacer.
Por cuestiones como estas, sigue siendo imprescindible el Día de la Lucha contra la LGTBIfobia, que se conmemora cada año el 17 de mayo en honor a la fecha, allá por 1990, en que se excluyó la homosexualidad de la lista de enfermedades por parte de la OMS. Este día no solo nos recuerda que quedan todavía muchas cosas por conseguir en nuestro país –quizá ahora más que nunca–, sino que también nos pone los pies en la tierra y nos advierte de que aún hay lugares en el mundo en donde ser gay, lesbiana, bisexual o trans se castiga con pena de cárcel o muerte. Para ser exactos, 67 territorios en el mundo, según ILGA, tienen en vigor leyes que persiguen la homosexualidad.
Por poner algunos ejemplos, en Rusia se legisla contra lo que ellos denominan “propaganda LGTB” –en zonas como Chechenia, existen incluso campos de concentración–; en Hungría se permite que los ciudadanos denuncien anónimamente a familias homosexuales con hijos a su cargo por violar “el papel del matrimonio y la familia reconocido en la Constitución”; y en Irak se acaba de promulgar una ley que criminaliza la homosexualidad con penas de hasta quince años de cárcel. Por no hablar de Irán o Nigeria, donde el castigo es la pena de muerte.
Por tanto, solo hay que echar un pequeño vistazo al mundo para comprender que el camino hacia la erradicación de la LGTBIfobia todavía es muy largo, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Los avances legislativos son muy importantes, pero también debemos hacer un ejercicio de empatía para darnos cuenta de que todavía hay lugares en que no se puede ni pasear por la calle en libertad, y de que existen problemáticas que, aunque no nos atañan directamente, son igualmente urgentes de abordar. Y es que las leyes se quedan cojas sin pedagogía.
Por eso necesitamos un compromiso por parte de los Estados para que, aparte de legislar, nos ayuden a asegurar el honor, la integridad y la autonomía de las personas que integran cualquier minoría en riesgo de exclusión, algo imprescindible para construir un país libre. Porque si la dignidad no es universal, podremos llamarlo de cualquier forma, pero nunca libertad.