Siete años han pasado ya. Siete años desde que Pedro Zerolo nos dejó. Y tirando de polisemia, en su caso el verbo ‘dejar’ significa varias cosas, aparte de partir ligero de equipaje en la nave que nunca ha de tornar, que decía el poeta. Porque Pedro dejó muchas cosas: amigos, admiradores, una manera diferente de hacer política…
También, como principal impulsor, una ley de matrimonio homosexual que nos situaba en la vanguardia mundial en lo que se refiere a los derechos LGTBI. Y que él mismo aprovechó enseguida para casarse con su Jesús (en la boda más bonita en la que jamás he estado). Casi un año después de su muerte, también nos dejó su nombre en el callejero madrileño, en un emblemático espacio en el corazón de Chueca que no podría tener mejor nombre que este: Plaza de Pedro Zerolo.
[Ilustración: Piscapez]
Lo peor de que le pongan tu nombre a una calle o plaza es que, en la inmensa mayoría de los casos, no vas a poder estar en la inauguración para disfrutar del momento. Se supone que es todo un honor, lo cual, llevado al extremo contrario, debería significar que ‘perder’ una calle o plaza implica un deshonor. Es lo que le ha sucedido a Juan Vázquez de Mella, político conservador de primeros del siglo XX que, en su condición de ferviente católico, debería estar ahora revolviéndose en su tumba por lo acontecido. Si bien es verdad que anteriormente, en la década de los 30, la plaza se llamó Ruiz Zorrilla (político progresista de la Primera República), aunque el primer nombre que tuvo ese espacio urbano fue uno más neutro: plaza de Bilbao. ¿Politiqueo callejero? Y sí, claro.
Si estuviéramos aún más locos de lo que estamos, habría un ministro –o como mínimo un subsecretario– que se ocupara de estos menesteres de rebautizar calles a diestro y siniestro, que, llevados al límite, dibujarían un paisaje entre kafkiano y valleinclanesco. Cierto es que algunos nombres (con estatuas o sin ellas) duelen demasiado para que se queden eternamente en el callejero, como también lo es que la decisión de eliminarlos nunca es unánime. Así somos. Tal vez sería conveniente empezar a prescindir de los políticos para bautizar con sus nombres calles y plazas, y usar otros como, no sé, Pedro Salinas o Mario Benedetti, Rafa Nadal o Pau Gasol; aunque difícilmente un nombre, cualquier nombre, podría contentar a todos. En fin, hay tantas palabras bonitas que se podrían utilizar: amistad, buganvilla, colibrí…
Pero queríamos hablar de Pedro y su plaza… En mi modesta opinión, Pedro Zerolo no era un político. Fue una persona que, en un momento dado, llegó a la política porque no quedaba otra que meterse en ese fango para conseguir ciertas cosas, que gracias a él y a otros muchos menos visibles se acabaron consiguiendo. Y aunque estar metido en política significa inevitablemente pagar ciertos peajes y pleitesías, este abogado canario de larga melena y ancha sonrisa era demasiado encantador, demasiado ‘buenagente’ –como decía el poeta– para ser un político. Pedro era otra cosa, y si hubiera un cielo, bien podría estar en este preciso instante sentado en un café celestial, conversando amigablemente con Vázquez de Mella y Ruiz Zorrilla de cualquier asunto, incluso de la casualidad de que se junte tanta seta en esta plasa, mi niño…
Por cosas del azar, el apellido de un compositor de zarzuelas, Chueca, ha quedado ligado para siempre a la libertad, a la eclosión de una manera diferente de vivir y sentir que estaba históricamente condenada a las catacumbas. Y en ese barrio de límites difusos y sin título oficial, hay una plaza que nunca más debería cambiar de nombre, porque Zerolo, más que un apellido, es ya un símbolo.