Recuerdo una conversación transexual que tuve hace veinte años con uno de mis amigos más izquierdistas de entonces. Él sostenía que mientras la sanidad pública no cubriera la salud dental, por ejemplo, era imposible contemplar la posibilidad de que financiara un tratamiento de cambio de sexo. Cambiar de sexo, venía a decir mi amigo, es un lujo, una pequeña ostentación, un exceso que solo podrá considerarse como derecho público cuando tengamos ya saciadas todas las demás necesidades sociales.
Invertir en cultura mientras haya gente que pasa hambre es un despilfarro y querer cambiar de sexo es una extravagancia inoportuna. Ésa era la mentalidad de la sociedad de la época. La agenda trans no estaba en el debate público. A la izquierda le parecía un lujo y a la derecha una perversión. Y los gays éramos agnósticos: nos parecía bien, pero primero queríamos nuestra propia salud dental, que era más importante.
La agenda trans es la que domina la reivindicación. No solo la aprobación de leyes, que van en lento goteo extendiéndose por la geografía de todo el mundo, sino la controversia social. Ahora se discute en Estados Unidos, por ejemplo, si en los baños de las escuelas debe permitirse que cada uno elija según su sexo sentido y no según su sexo legal. Como siempre, los conservadores paleolíticos han despertado su imaginación más creativa para inventar argumentos en contra: eso favorecería la pederastia y allanaría el camino a los violadores que quisieran internarse en los servicios para cometer sus fechorías. La capacidad que tienen los dinosaurios para elegir siempre el ángulo más siniestro y delictivo de cualquier situación me parece, desde un punto de vista psiquiátrico, fascinante.
La agenda LGTBI se ha convertido en nuestro tiempo –como antes lo fue la agenda feminista y antes la racial y antes la sindical– en la agenda libertaria. No por el poder del imperio gay, como ha sugerido el arzobispo Darth Vader en las últimas semanas, sino por su capacidad de representar simbólicamente la humillación de las minorías en las sociedades modernas. La humillación ideológica e indocumentada, pues no tiene otro objeto que el de disciplinar el fanatismo y adiestrar la intolerancia.
Uno puede entender sin demasiado esfuerzo, por triste que resulte, que los ricos quieran quedarse con el dinero de los pobres para ser más ricos; pero parece difícil de comprender que los heterosexuales quieran quedarse con la sexualidad de todos para ser más heterosexuales. La fotografía de dos gays besándose delante de la manifestación de neonazis que se celebró en Malasaña hace algunos días podría llegar a ser, en este sentido, alegórica: el antifascismo, en el siglo XXI, es en buena medida cosa de degenerados.
Yo tengo dudas de que nuestra sociedad esté preparada ya para aceptar con naturalidad que un niño se convierta en niña y que a un hombre hecho y derecho le bautizaran sus padres al nacer con el nombre de María de las Mercedes. Primero porque la visibilidad es más inusual (y cabe insistir aquí en el carácter casi heroico de las biografías de Bibiana Fernández, primero, y de Carla Antonelli, después, que lucharon en una soledad casi mística). Y segundo porque en este tipo de aceptaciones las estadísticas son fundamentales: las minorías de las minorías juegan con mucha desventaja.
Por eso es más necesario que nos pongamos todos trans. Sin descuidar los asuntos pendientes (como la homofobia en el deporte, que el waterpolista Víctor Gutiérrez y el patinador Javier Raya han contribuido a recordarnos), es el momento de apremiar desde todos los púlpitos con la agenda de la transexualidad. Con la de las leyes –ésas que el PP nunca vota– y con la de las costumbres sociales.
LUISGÉ MARTÍN ES ESCRITOR. SU ÚLTIMA OBRA PUBLICADA ES LA NOVELA LA VIDA EQUIVOCADA (ANAGRAMA).