Tras los Oscar, el balance del Cine Queer

Con los Oscar se cierra la temporada y es el momento de hacer balance sobre lo que el año nos ha deparado en un cine que refleja, expresa, ideologiza, abraza, reivindica una experiencia queer en todas sus manifestaciones, con sus pliegues y ambivalencias. Y ha sido un gran año, con títulos que, más allá del […]

Alberto Mira

Alberto Mira

Soy profesor de historia del cine en la Oxford Brookes University, Reino Unido, y doy clases sobre estrellato y estilos cinematográficos. He publicado numerosos trabajos sobre musicales, cine e historia LGTBQ+.

8 marzo, 2018
Se lee en 12 minutos

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Tras los Oscar, el balance del Cine Queer

Con los Oscar se cierra la temporada y es el momento de hacer balance sobre lo que el año nos ha deparado en un cine que refleja, expresa, ideologiza, abraza, reivindica una experiencia queer en todas sus manifestaciones, con sus pliegues y ambivalencias. Y ha sido un gran año, con títulos que, más allá del éxito mainstream de Call Me By Your Name (que nos guste o no, es por impacto la película queer más importante del año), incluirían 120 BPM, Beach Rats, The Battle of the Sexes, The Wound, Marvin ou la belle education o Taekwondo. De hecho, uno de los temas recurrentes en discusiones actuales sobre el cine queer es hasta qué punto se han superado los diagnósticos negativos que nos preocupaban cuando empezamos a hablar de ‘cine gay’ en los ochenta. El primer libro que identificó el tema desde una perspectiva política fue The Celulloid Closet, de Vito Russo (la película del mismo título es totalmente distinta en presupuestos, ambiciones y aproximación), y en cierto modo las reflexiones que hace el autor están ancladas en el arco del activismo entre 1969 y 1987, fecha de su segunda edición.


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¿Y qué pensaba Russo? Como otros críticos le reprocharon, tenía una visión excesivamente literal (y a veces doctrinaria) del modo en que el cine representaba o debía representar la experiencia homosexual. Le interesaba ante todo la visibilidad, y luego el hecho de que la visibilidad se tratase de manera negativa, que las tramas con homosexuales les hacían aparecer como villanos, que se situaban en un pasado ‘cómodo’, que cuando había amor era frustrante, y que de hecho el marica solía morir. Y conviene decir esto porque es evidente que las cosas han cambiado mucho y el libro de Russo ha quedado algo anticuado, no en su lucidez histórica, claro, sino en su diagnóstico. Russo ciertamente habría estado a favor de Call Me By Your Name, que propone una arcadia gay desproblematizada en la que todos son guapos, cultos y ricos y el armario no tiene razón de ser. Pero afortunadamente no es la única propuesta. En los tiempos de Looking o American Crime Story es difícil quejarse de la invisibilidad de la experiencia gay. El cine queer no solo se ha convertido en un producto en el mercado internacional con compañías que lo apoyan y festivales que lo difunden, el repertorio de temas es hoy amplísimo, y, algo que no estaba presente en el credo de Russo, nos permite pensar la experiencia queer contemporánea a partir de una variedad de voces, estéticas, situaciones. Incluso cuando hoy mueren gays en las películas no significa tanto como en 1982, porque por cada muerte hay veinte celebraciones de una experiencia con la que muchos nos identificamos. Del mismo modo no podemos esperar que cada personaje gay sea positivo, o que no sea estereotípico. Hay para todo.

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Call Me By Your Name propone una arcadia gay desproblematizada en la que todos son guapos, cultos y ricos.

Si repasamos lo que el año ha deparado en términos de representación de experiencias queer nos sorprende no solo la variedad de tramas, localizaciones y experiencias, también la variedad de puntos de vista. El cine gay hoy no tiene por qué ser una intervención amable o elegante, pero tampoco necesariamente activista. El cine gay puede presentar la experiencia tal como la vive mucha gente o explorar experiencias ajenas. Puede ir más allá de la celebración y ofrecer problematización. Hay que decir que ha sido una cosecha mucho más prolija a la hora de hablar de la experiencia de hombres gays que de mujeres: no ha habido nada con el impacto y la visibilidad que tuvieron Carol o La vida de Adele. Otros años es lo contrario. Y esto también es normalidad.

De entre las películas que ponen sobre la mesa el trabajo que se ha hecho desde posiciones gays, destaca 120 pulsaciones por minuto, de Robin Campillo, centrada en las luchas de Act Up durante los años noventa, y basada en la propia experiencia de Campillo como miembro de la organización de activistas antisida. Reconozcámoslo: una de las cosas que la heterosfera no acaba de admitir sobre los gays es que tengan una historia de identidad positiva, diferente, y que esta capacidad para crear alianzas haya tenido logros. La heterosfera prefiere que nuestro bienestar sea efecto de su tolerancia. La película de Robert Campillo no solo pone a un grupo de gays como protagonistas que intentan un cambio positivo, también los plantea como héroes. Es una película sobre activistas, sobre quienes han producido el cambio social. No hace depender sus logros de los heterosexuales. Y reivindica el pasado. Nos presenta como grupo social que sabe amar, organizarse, luchar, que es consciente de su situación y que se muestra intolerante incluso con las formas más sutiles de homofobia. No es una película-manifiesto, pero es una película que sabe de dónde venimos, y es realmente emocionante que con un discurso tan nítidamente ‘nuestro’ haya recibido el máximo galardón del cine francés: el César a la mejor película. Más radical en sus implicaciones políticas (arriesgando un exceso que produce distancia) es The Misandrists, la última propuesta de Bruce LaBruce, que nos presenta a un grupo de lesbianas radicales que viven en una comuna. La publicidad nos instaba, más o menos, a “hacer nuestras políticas sexuales radicales”, y como mínimo no dejará indiferente.


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Recuperar figuras culturales gays es otra de las cosas que el cine puede hacer. Se han acabado los tiempos en que las biografías de homosexuales y lesbianas optaban por la discreción y tendían a omitir la homosexualidad de sus protagonistas. Pero sobre todo no toleraban presentarlos en un mundo homófobo. Un buen signo de cambio de tendencia (dentro de la discreción) fue Descifrando Enigma, hace un par de años, sobre aspectos de la vida de Alan Turing. Este año encontramos al menos tres películas que ponen a los nuestros en la Historia: La batalla de los sexos (Jonathan Dayton, Valerie Faris), Chavela (Catherine Gund y Danesha Kyi) y Tom of Finland (Dome Karuski). La primera entra en una figura crucial de la cultura lésbica, la tenista Billie Jean King. Aunque la identidad sexual no es el centro de la narrativa, la película lo trata con normalidad. Chavela es un documental que claramente apropia a la cantante como icono gay y lésbico. Y Tom of Finland nos habla de la vida y la inspiración del famoso dibujante finlandés, autor de algunas de las imágenes más reconocibles de las fantasías gays en una serie de dibujos publicados desde los años 60.

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Call Me By Your Name, sin duda una de las películas del año.

En otros casos la experiencia homosexual se encuentra más problematizada. Uno de los temas que el cine gay empezó a tratar tarde y sobre todo fuera del mainstream fue la infancia queer. Todavía se trata de un tema complejo porque, tal como comentaba Paul B Preciado en un texto hace unos años, nadie parece estar a favor de los derechos del niño queer, como si la heterosexualidad fuera el único derecho de cualquier niño. Marvin ou la belle education, de la directora Anne Fontaine, es una fantástica película que observa la infancia y juventud queer en sus propios términos. Pocas películas han reconocido el derecho de los niños a cultivar un futuro queer como esta, que nos presenta a un joven irlandés que crece en un contexto de homofobia y se convierte en actor. Y por supuesto tenemos que hablar aquí de la oscarizada Moonlight, de Barry Jenkins, que se estrenó hace ahora un año y que habla de heridas, en la infancia y la adolescencia, y los modos en que tratamos de sanarlas.


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Algo que en los años ochenta Russo no podía ni considerar era el modo en que el cine puede describir experiencias queer más allá de los modelos y mitologías de occidente: una identidad queer puede resultar tentativa, difícil, frustrante. Una película como la sudafricana La herida (John Trengove) habla de rituales de masculinidad, y de qué pasa cuando introducimos en ellos sentimientos y emociones queer. Está protagonizada por el cantante de rock gay Nakhani Touré, que se implicó a fondo en el proyecto anti-homofóbico y que tiene mucho en común con su personaje: alguien que conoce las subculturas urbanas pero que se encuentra inmerso en el mundo del África rural. Otras subculturas nos parecen más próximas. Beach Rats, de Eliza Hittman, nos muestra con mirada casi antropológica una subcultura masculina heterosexual que a muchos gays adultos podría resultarles tan fascinante como hostil. Jóvenes proletarios que habitan un mundo de rituales homosociales con la prominencia que la exhibición del cuerpo tiene en el siglo XXI y pasan sus vidas haciendo nada en localizaciones playeras cercanas a Nueva York (la directora partió de la observación de estas localizaciones concretas). Desde el principio sabemos que uno de ellos, que no se identifica como gay, está ofreciendo su cuerpo en aplicaciones como Grindr. La película explora el modo en que poco a poco se produce la conciencia de lo que uno es y se abandona la burbuja.


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Una visión más irónica y menos oscura del mismo tema puede encontrarse en Taekwondo, la deliciosa película de Marco Berger, que intenta aunar una visión del cuerpo masculino joven, conscientemente homoerótica (básicamente presenta de manera casi becketiana grupos de jóvenes semidesnudos hablando de sus cosas), con la mirada de un gay que se encuentra entre estos cuerpos un verano. La película está cargada de tensión (tensión de la mirada, tensión de los cuerpos), pero Berger nos hace partícipe de su ironía. En la misma línea de exploración de los límites del armario y la mirada, The Pass (de Ben A. Williams) nos adentra en tres actos escuetos en los dilemas de los deportistas de élite gays. El primero, que se inicia cuando el protagonista es un adolescente prometedor en un equipo de fútbol, muestra una intensa tensión que va de lo homosocial a lo heterosexual; de ahí se pasa a las dinámicas del armario, en que el protagonista tiene que combatir rumores produciendo pruebas de su heterosexualidad; el tercero se centra en el impacto que años de represión y secretos tienen en su vida.

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Dos imágenes de Taekwondo, de Marco Berger.

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Otras películas funcionan a partir de un tratamiento más tradicional de la experiencia homosexual, fácilmente reconocible. Para muchos la mejor película gay del año ha sido Tierra de Dios (Francis Lee), que presenta una vieja historia en la línea de Brokeback Mountain de una manera original situándola en regiones rurales de Inglaterra. Han pasado más de diez años de la película de Ang Lee y la misma historia ahora tiene que asumir que la homofobia es más interna que externa. Tierra de Dios tiene un gran sentido del lugar y sabe observar vidas lejanas con gran sentido del detalle. Y quienes no llegaron a conectar con este film, probablemente lo hicieron con Theo y Hugo, París: 5:59 (Olivier Ducastel y Jacques Martineau). Se trata esta vez de una historia netamente urbana protagonizada por gays atractivos perfectamente integrados. Se habló de lo explícito de la escena sexual inicial, pero en realidad es una historia de amor cotidiano.


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Lo interesante de estas películas es que en ellas el deseo homosexual aparece de manera totalmente normalizada. Uno de los aspectos que Russo encontraba a faltar era precisamente este tratamiento ‘normal’ de homosexuales. Y pocas películas este año han trabajado tanto esta normalidad como The Party. Nadie la clasificaría como ‘cine gay’, pero entre los ocho protagonistas hay dos lesbianas que hablan de sus cosas (una de ellas va a tener trillizos), además de alguna sorpresa. La película implica que en este mundo de académicos e intelectuales, ser lesbiana es algo tan cotidiano que no merece ni mención.

En el terreno del cine de arte sin un contenido gay identitario claro, habría que recordar Frantz, estrenada a finales de 2016 pero que muchos vimos en el 2017. Es simplemente la mejor película de François Ozon y presenta cierto motivo homoerótico esencial en la evolución emocional de la protagonista. Y finalmente, para espíritus más aventureros y alejados de los caminos trillados, dos trabajos excelentes. El ornitólogo de Joao Pedro Rodrigues, realizada dieciséis años después de su éxito de culto O fantasma, nos ofrece un extraño viaje místico inspirado por la vida de San Antonio de Padua que ha dejado a algunos espectadores confundidos y a otros fascinados. En último término se puede decir que no hay nada confuso en el contundente cuerpo del protagonista interpretado por Paul Hamy. El cine de arte puede ser a la vez glorioso y frustrante, y esto puede aplicarse a una de las mejores películas del año: Rester verticale, de Alain Guiraudie, el director de El desconocido del lago, y que aquí abandona las certidumbres del ligue gay para presentarnos unas miradas más difusamente queer igualmente perdidas en un paisaje simbólico. Curiosamente, ambas utilizan una mirada lírica para explorar cierta espiritualidad homoerótica.


 

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Tenemos que congratularnos porque, si asumimos existe algo que pueda etiquetarse como ‘cine gay’, que trata de reflejar experiencias, está claro que ya no tiene que hacerlo de una sola manera. Y la lista es una muestra del modo en que de las viejas doctrinas sobre lo que el cine gay debía hacer hemos llegado a unas miradas distintas, antinormativas, que interrogan la realidad y dialogan con la vida. Quizá esto haga la etiqueta menos urgente. Pero también más interesante.

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