La Caballé, la Callas y la Tebaldi, un café en Nueva York (con las diosas de la ópera)

Así como suena. La Caballé, La Callas y La Tebaldi se iban juntas a merendar en Manhattan

La Caballé, la Callas y la Tebaldi, un café en Nueva York (con las diosas de la ópera)
Nacho Fresno

Nacho Fresno

Plumilla poliédrico -escondido tras una copa de dry martini- que intenta contar lo que ocurre en un mundo más absurdo que random.

8 octubre, 2018
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Así como suena. La Caballé, la Callas y la Tebaldi se iban juntas a merendar en Nueva York. Como quien aquí iba a Manila o a California a tomar unas tortitas con nata. Así me lo contó la gran soprano catalana, diva entre las grandes de la ópera, la última vez que la entrevisté.

Cuando se tiene a una soprano de la relevancia de Montserrat Caballé delante, uno se va haciendo pequeño. Y termina preguntando ‘tonterías tan tontas’ como la rivalidad entre las divas. Mea culpa. Lo confieso.

Su arrolladora personalidad, cercana, sí, pero arrolladora, era aún más fuerte que su maravillosa voz. Y cuando te desmonta un mito como el odio entre la Callas y la Tebaldi diciendo “eso son tonterías, cuando salíamos a tomar un café juntas en Nueva York, ellas mismas se reían de esas leyendas”, pues no se sabe cómo seguir la conversación.

El caso es que esta anécdota lo que vuelve a poner en negro sobre blanco es la importancia de esta maravillosa mujer. Para mí, sin duda, la mejor soprano del siglo XX. Y si la Caballé tomaba café con la Callas y la Tebaldi, es porque la Caballé jugaba en la misma liga que estos dos mitos de la ópera. Y como en España somos así, que no nos gusta presumir de lo que tenemos (o incluso lo menospreciamos), conviene gritarlo a los cuatro vientos. Reivindicarlo urbi et orbe.

Estos días ya se ha hablado, de sobra, sobre sus famosos pianísimo, que hacían que se enfrentara a los clásicos del bel canto con un resultado que nadie ha conseguido igualar. Que afrontara papeles verdianos con una fuerza y una presencia hasta ese momento nunca vista (ni después, quizá tampoco) o que cantara el repertorio alemán –con el que se catapultó a la fama tras su famosa Salomé de Strauss– de tal manera que la convirtió en una diosa en toda Centroeuropa, quizá el público más duro del planeta. Si se habla y escribe de todo ello, es porque la Caballé era, y es, la más grande.

Es lo que tiene tomar café, en nueva York, con ‘las otras’ más grandes. Además, su ya mencionada arrolladora personalidad, la hizo una estrella popular al margen de los entonces mucho más elitistas círculos de la ópera. Hoy los enfants terribles que manejan los circuitos operísticos mundiales quieren abrir el arco de público de los teatros. Para ello recurren a propuestas artísticas provocadoras, que en la mayoría de los casos no aportan nada. Ella lo hizo antes. Y mucho mejor.

En los finales de los setenta y ochenta del pasado siglo, la Caballé era una mega estrella súper popular, que llenaba páginas y páginas de las revistas del corazón. Como la Callas. Pero, al contrario que ‘la divina’, la soprano española ni derrochaba glamour ni se casaba con Onassis.

La Caballé estaba en esas publicaciones (que devoraban millones de personas, a priori no aficionadas a la ópera) solamente por su voz y su forma de ser. Y esos millones de personas se acercaron y descubrieron la ópera solo por ella. Eso sí que es romper las barreras del público, abrir la lírica a un campo popular. Como lo que consiguió con el que es uno de los duetos más fascinantes de la historia de la música, el que hizo con Freddie Mercury para los Juegos Olímpicos del 92. Escucharlo hoy sigue poniendo los pelos de punta. Quizá, incluso, hoy más que antes.

Hablamos de unos años en los que los cantantes españoles reinaban en el mundo: Victoria de los Ángeles (otra inmensa catalana universal), Alfredo Kraus, Plácido Domingo, Josep Carreras… Por no hablar de la inmensa Teresa Berganza, que sigue sentando cátedra con un clasón y porte inigualables. Todos ponían a sus pies a los mejores teatros del planeta (Plácido sigue haciéndolo), cotos reservados para melómanos, en una época en la que España no podía jugar en esa primera liga.

Y todos, tras triunfar por el mundo, venían a cantar a nuestros coliseos, cuyo buque insignia internacional era el Liceo. Una sala que no tenía el apoyo ni económico ni político del que disponían sus ‘iguales’ fuera de nuestras fronteras, pero la Caballé faltó nunca al coliseo de Las Ramblas barcelonesas. Y tampoco al Teatro de La Zarzuela, en Madrid, al Campoamor de Oviedo o al Coliseo Albia de Bilbao. Los cuatro vértices que han sustentado la ópera en España. Ni, por supuesto, al Real, entonces sala de conciertos y no teatro de ópera, en cuyo escenario cantó en 1971 una legendaria Norma en versión no escenificada.

Si la Caballé logró todo eso tanto fuera como dentro de nuestro páis es porque era (es) muy grande. Por ello tomaba café, en Nueva York, con la Callas y la Tebaldi. No sé si será verdad que la rivalidad entre ellas era una leyenda urbana, como ella misma me aseguró en nuestra última entrevista, o era cierta. Pero lo que sí sé, seguro, es que con ella no podían tenerla. Primero, por su forma de ser, espontánea y natural. Segundo, y más importante, porque sabían que era la mejor.

Casta Diva, la bautizó su adorado Terenci Moix. Normal. Nadie ha cantado, ni probablemente cantará, Norma como ella. Ya están juntos.

Gracias, Montserrat Caballé, por haber hecho que la ópera, tras pasar por tu garganta prodigiosa, haya llegado tan alto. Te debemos tanto. Pero tanto, tanto…

 

 

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