Me encantaba esa forma suya de acariciar al gato. ¡Joder, yo quería ser ese gato! Metía sus dedos en el largo pelo y acariciaba su piel apretando fuertemente las yemas de los dedos sobre aquel cuerpo que, al igual que yo, no osaba moverse.
Yo solo era un mero observador de aquellas caricias, pero incluso en ocasiones, cuando el minino se mantenía impertérrito al dulce vaivén de la mano, a mí me recorría un escalofrío toda la espalda que hacía que hasta el vello se me erizase. ¿Podría ser gato en mi próxima vida? Yo quería ser aquel gato.
Ese gato de angora, con pelo largo y toques grisáceos que, tumbado sobre las piernas de su amo, se dejaba acariciar lentamente. De tanto en tanto, muy de tanto en tanto, de la boca del felino salía un leve maullido que yo, y quizás eran solo imaginaciones mías, interpretaba más como un gemido de placer que como un simple ronroneo.
Y he de decir que, en alguna ocasión, aunque el gato se mantenía totalmente mudo, un leve gemido rompía el silencio de la sala y, si no era del gato, no me queda más remedio que admitir que el que emitía dicho sonido era yo. Pero, dicho sea de paso, ninguno de los dos, ni el gato ni su dueño, me hacían el más mínimo caso. Intenté acercarme al felino todo lo que pude.
Le compraba latas de comida, le daba golosinas especiales para gatos, acariciaba su lomo cada dos por tres, pero él, al igual que el dueño, siempre se mostró arisco conmigo. Una vez coincidí con ellos en el veterinario. Yo iba acompañando a un novio que tenía por aquel entonces.
Ellos, el gato y él, iban con otro chico que no paraba de hacer carantoñas al gato mientras este se deshacía en sus brazos. Parecían felices y a mí, personalmente no me importó. A veces uno tiene que saber a quién dedicarle sus caricias, o de quién aceptarlas.
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