Me dijo que ella vivía en el barrio donde vivían las guapas, que me pasase un día y me invitaba a tomar algo. Y yo, que soy capaz de cruzarme una ciudad simplemente por tomarme un café, quedé con ella en una pequeña cafetería.
El sitio era un local excesivamente pequeño y abarrotado. Ella pidió dos expresos y el camarero, loco por atenderla, nos dio una pequeña mesa que se quedó libre en un rincón. Tardó menos en derrumbarse sobre la mesa que en acabarnos el café, así que le propuse ir a su casa.
A moco tendido lloró contándome su vida en el sofá y, cuando ya estuvo más calmada, me pidió que preparase la cafetera en la cocina. El piso era un pequeño loft en el centro de la ciudad. Una habitación grande y diáfana con vistas al parque y sol todo el día. “Abre lo que necesites –me dijo dejándome vía libre en la cocina–, yo me voy a tumbar”.
Y yo busqué y rebusqué todo lo necesario para prepararle el café. Cuando la cafetera sonó y el café comenzó a subir, lo serví en una taza y se lo llevé a la cama. Ella ya dormía. El pelo rubio le descansaba sobre la almohada. Solo llevaba puesta una camiseta grande que le cubría hasta media pierna. Parecía un ángel durmiendo sobre aquella cama. Instintivamente, dejé la taza sobre la mesita y me tumbé a su lado.
La almohada olía a perfume y a lágrimas. Y, sin saber por qué, la abracé. Ella no dijo nada. Solo fingió que dormía y se quedó de lado recibiendo mi abrazo como si fuese lo que, en aquel momento, más necesitaba. Lo necesitaba. El invierno entraba por los grandes ventanales aquella tarde y la melancolía nos abrazó a ambos también por la espalda.
Pensé en aquel momento que no sabía ni cómo se llamaba. Yo, más que ella, necesitaba aquel abrazo. Mis lágrimas también empaparon la almohada.
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