“¡Tú eres muy novelero!”, le dice la madre a su hijo pequeño. Ese que de mayor será Salvador Mallo. Es decir, el alter ego de Pedro Almodóvar en Dolor y gloria. Novelero como ninguno, preso de sus historias, y que en una enésima vuelta de tuerca a su universo es sujeto y objeto principal de su película número veintiuno. La que da sentido a todo el despliegue de magistral novelería de las anteriores.
Dolor y gloria arranca con títulos de crédito de Juan Gatti que me recordaron de inmediato a la portada del álbum Elysium de Pet Shop Boys. Un disco en el que la muerte y el dolor por los seres queridos desaparecidos jugaba un papel muy importante. ¿Casualidad o coincidencia que Dolor y gloria esté anclada en los mismos principios creativos? Feliz coincidencia, en cualquier caso, aunque ambos trabajos duelan –en el de Pet Shop Boys, desgraciadamente, por la escasa inspiración, al contario de lo que sucede con la película de Almodóvar–.
Esos créditos indican por dónde irán los tiros. El título ya aparece enmarcado, encerrado en un rectángulo que se asienta sobre otro, a su vez proyectado sobre la pantalla real. En un momento en el que Pedro Almodóvar defiende, más que nunca, su pasión por la experiencia cinematográfica vivida en la sala, él ya propone directamente una experiencia multipantalla, reforzada por los distintos planos narrativos que maneja con mano maestra. El amor por lo que hace no puede quedar mejor plasmado.
Este superdotado ‘novelero’ apenas se oculta esta vez en sus personajes y en el espíritu bigger than life tan importante en su obra. Él es –con matices– Salvador Mallo (un Antonio Banderas, sí, bigger than life). Y sus dolores, recientes y pretéritos, son los protagonistas de esta película. Solo que aquí no vemos al superhombre, al icono, sino al hombre. A secas. Con sus achaques y sus manías, que no le hacen precisamente empático de primeras. Y que refleja los sinsabores de la edad madura, del hombre homosexual maduro, rara vez reflejados con la honestidad con que lo hace él. Vuelve a ser pionero en lo suyo.
Almodóvar se mueve entre el presente y la infancia del protagonista, y a la vez ajusta cuentan con esos gloriosos –¿o no?– años ochenta que tantas alegrías le dieron, al menos a nivel profesional. Mallo se reencuentra, después de treinta años sin hablarse, con el actor Alberto Crespo (Asier Etxeandia, al que Almodóvar regala un monólogo que ya es uno de los momentos clásicos de su cine). Sabor, la película que hicieron juntos, remite inevitablemente a La ley del deseo, y es que los límites del deseo juegan también un papel importante en Dolor y gloria.
Al retomar su relación dan pie a que el director se reencuentre con el que fue su gran amor (Leonardo Sbaraglia), al que también lleva décadas sin ver. Que Antonio Banderas fuese el apasionado amante de La ley del deseo y ahora sea el contenido y dolorido hombre que anhela lo que tuvo pero no tiene fuerzas para intentar recobrarlo, resulta una manera de cerrar el círculo. Al menos, el deseo que sintió, y también el que plasmó en un relato en donde reconstruyó su primer impulso sexual de niño, le lleva a encontrar una vía de redención. Efectivamente, a través de la ficción. Como siempre. Puro Almodóvar.
El retrato de su infancia, ambientado en Taberna, es el cine más delicado que ha filmado en su carrera. Aquí prima el positivismo inspirador de la buena educación, frente a esa ‘mala educación’ con la que tanto tiene que ver también esta parte de la cinta. Frente al deseo reprimido y oscuro que plasmaba en aquella, aquí, la atracción del Salvador niño (Asier Flores) por un albañil al que encuentra irresistible (César Vicente) no acaba en tragedia, sino en un estado febril rodado con una poesía abrumadora.
Frente a la honesta relación madre-hijo (nunca ha estado mejor Penélope Cruz como ‘madre Almodóvar’) de esa infancia idealizada, el reencuentro crepuscular de esa madre (una Julieta Serrano que te gustaría ver en muchas más secuencias) y su achacoso hijo está cargado, de nuevo, de dolor y, sobre todo, de reproches. Cualquier hijo gay que haya vivido una experiencia similar sentirá una punzada en el corazón en la escena en que ambos, por fin, se enfrentan a la verdad de su relación. Y que Pedro Almodóvar se abra en canal a la hora de analizar aquello que siente que su madre pensaba sobre él es de una valentía admirable.
Como La mala educación, Dolor y gloria es una explosiva matrioshka en donde realidad, ficción y metaficción se confunden. En donde el relato no es uno, son varios que se retroalimentan. Y el espectador no sabe nunca cuál duele más, o cuál emociona más. Si en los últimos años Almodóvar había llevado el artificio dramático a la estilización extrema, hasta el punto de despojarla incluso de emoción, en Dolor y gloria ha recurrido de nuevo a sus entrañas para devolver a su cine el sentimiento perdido. Y ahora sí, de la emoción a la gloria. ⭐⭐⭐⭐⭐
DOLOR Y GLORIA SE PROYECTA YA EN CINES