Para todos aquellos que encorsetan en cuatro títulos nuestro género lírico, esta obra de Jesús Guridi viene a decirles a la cara que el género de la zarzuela es muchísimo más rico y amplio que esas maravillosas obras castizas de una hora de duración que dan nombre al ‘género chico’. Una de las obligaciones del Teatro de la Zarzuela es precisamente esa, dar cabida a nuestro amplio repertorio. Comenzar temporada con El caserío es una declaración de intenciones.
La temporada 19/20 del coliseo de la calle Jovellanos sube a su escenario obras que rompen las ideas preconcebidas de los cortos de mente, desde esta obra –claro ejemplo de zarzuela vasca– a Cecilia Valdés, una desconocida zarzuela cubana fruto de la semilla que las compañías españolas dejaron en América en sus largas giras. La zarzuela, como la ópera, es un género que se remonta al XVII con casi cuatrocientos años de historia. Esta temporada que ahora comienza puede ser una buena ocasión para romper con falsas creencias.
El caserío es una obra que, con un imposible libreto de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw, tiene una maravillosa partitura. Una joya que es un placer escuchar, sobre todo con el maestro Juanjo Mena frente a la Orquesta Titular del Teatro (Orquesta de la Comunidad de Madrid), que consigue un sonido francamente espectacular. El coro titular de la casa (dirigido por Antonio Fauró) vuelve a dar muestra de su (buen) oficio nada más arrancar la obra, cuando copa todo el protagonismo con el maravilloso coro de campesinos.
Fotos: Javier del Real
Como decimos, el libreto es imposible. Pero no seamos hipócritas: no es menos imposible que el de muchas óperas de repertorio. Los últimos ejemplos que hemos tenido (y sufrido) en los que se fulmina el libreto para sustituirlo por un nuevo no han dado buenos resultados, y en la mayoría de las ocasiones resulta mucho peor el nuevo que el original. Ese mismo escenario ha sido testigo de ello. Por ello no es descabellado mantenerlo.
Hay que insistir en que el género de la zarzuela tiene muchas ramificaciones. Y a finales del XIX y principios del XX proliferaron en nuestro país muchos títulos de carácter regionalista. Hay zarzuela catalana, extremeña, manchega…, y todas ellas beben –musicalmente y en sus argumentos– de las costumbres locales. Esta es una típica zarzuela vasca. Con todo lo que ello implica.
Estrenada en el Teatro de la Zarzuela en 1926, toca todos los palos de la sociedad rural vasca del momento. Un caserío en el que vive su dueño, que quiere casar a su sobrina para que la heredad no se pierda. Todo ello en unos años en los que muchos indianos habían vuelto a la madre patria con el dinero hecho en América, y otros, como los padres de la joven casadera, lo habían perdido todo. La historia no se sostiene y hoy en día no pasaría la censura de lo políticamente correcto. Como tampoco la pasarían la mayoría de los libretos de ópera.
Con dos repartos que se alternan en sus 19 funciones programadas, el del domingo 6 de octubre defendió con maestría cada uno de sus papeles. José Antonio López fue un Tío Santi (dueño del caserío) con presencia vocal y escénica rotunda; Carmen Solís, una Ana Mari (la sobrina, y joven casadera) deliciosa; José Luis Sola dio a su papel de José Miguel (sobrino también del Tío Santi y primo de Ana Mari) credibilidad y claridad con su timbre de voz, pese a lo imposible de su historia; Jorge Rodríguez-Norton, recién llegado de Bayreuth, fue un magnífico Txomin (criado del caserío) que logra casarse con Inocencia (la hija de la dueña de la sidrería), a quien da vida y voz Ana Cristina Marco. Solo con la descripción de los personajes principales ya se puede ver por dónde la va trama que, en la partitura, está salpicada por miles de guiños musicales (maravillosos) a la tierra vasca. Danzas incluidas.
Pablo Viar opta por poner en escena la historia de una manera muy simple, clara y luminosa. Los decorados de Daniel Bianco ayudan a ello. Y el representarla sin descanso (una hora y cuarenta minutos) también ayuda. Esa limpieza y luminosidad no implica eliminar la estética rural vasca del montaje. Más bien al revés, la potencia: pelotaris en los frontones, sidrerías, procesiones, plazas populares… Todo ello queda realzado. La sociedad rural vasca de principios del siglo pasado se plasma a la perfección. Juan Gómez Cornejo ‘pinta’ una luz maravillosa, en ocasiones tan cinematográfica que el regreso de Ana Mari, una vez apañada su boda, parece Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó con su maravilloso “a Dios pongo por testigo”… Muy adecuado, porque ese caserío es para la familia, de alguna manera, como Tara.
Pero el montaje, sobre todo, da prioridad a la música y realza la maravillosa partitura de una obra de hace casi cien años, que llevaba cuarenta y dos sin representarse en Madrid (desde 1977, pues las funciones de 1986 fueron en versión concierto). Ahora llega en una producción del Teatro Arriaga de Bilbao y el Campoamor de Oviedo que pone de manifiesto la riqueza de nuestro género lírico. Esa es una de la obligaciones del Teatro de la Zarzuela que, por cierto, estaba a rebosar, sin una sola entrada libre. Una joya musical que es una delicia escuchar, aunque haya que hacer oídos sordos a su libreto.