El Liceu cumple veinte años de su reapertura tras el incendio, y lo hace con una Turandot cargada de símbolos. El primero de ellos es un espectacular montaje que nos retrotrae a los 90 –década en la que el coliseo ardió y resurgió, en un tiempo récord, tras la tragedia– y que nos presenta a una princesa de hielo con un guiño lésbico, que hace que muchos la hayan querido sacar del armario.
Estamos ante un título cargado de simbolismo para el coliseo de las Ramblas de Barcelona. Era el que estaba programado cuando fue pasto de las llamas y, con esta misma ópera de Puccini, reabrió hace ahora 20 años con una sólida y compacta apuesta escénica de Núria Espert que funcionaba como un reloj. Ahora llega con una mucho más virtual del videoartista Franc Aleu (con Susana Gómez como codirectora de escena), con una estética entre videojuego, Star Wars y un Matrix ‘furero’. No se sabe muy bien. Pero muy noventas, eso sí. Y, sí, la de los 90 fue la década en la que el teatro comenzó una nueva etapa, como ocurre en esta temporada 19/20 del coliseo barcelonés, que ha resurgido de otro ‘incendio’, en este caso una grave crisis económica. Afronta esta periodo esperanzado, con muchas ganas y buenos proyectos. Eso se nota.
Fotos: Antoni Bofill
A nivel musical –que es lo que realmente importa de verdad en una ópera–, el Liceu mantiene su compromiso más que centenario (se acerca el 175 aniversario del que ha sido el teatro de ópera más importante de España) con las grandes voces. Ermonela Jaho fue la reina de la noche. Su Liù arrancó los primeros –y más sentidos– bravos del estreno. La soprano albanesa es una de las grandes y demostró sobradamente el porqué. Delicada, sutil, pianisima… maravillosa. Iréne Theorin –una de las nuevas reinas del Liceu, que interpretó ese mismo papel el año pasado en el Real– fue una Turandot perfecta, pero quizá un poco fría. La producción no ayudaba. Y el canario Jorge de León, un Calaf con todas las de la ley, como él sabe cantar. Josep Pons sacó a la Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu (de la que es director titular) mucho jugo, como ocurrió con el coro de la casa, dirigido por Contxita Garcia.
A nivel escénico, las cosas fueron por otro lado. Una superproducción nueva que sonaba a demasiado vieja. Como decimos, muy de los 90. Derroche de neones, luces, robots… una estética por la que aún no ha pasado el tiempo suficiente para hacerla vintage. Un look furero-starwars que daba (aún más) frialdad a la princesa de hielo. Con bellísimos –eso sí– momentos con las proyecciones (o videocreaciones o mapping, da igual cómo llamemos al collar del perro), pero que llegaban a cansar. Pese a combinarse con decorados corpóreos (se agradece), el abuso de ellas abrumaba, pasaban demasiadas cosas en muy poco tiempo.
Además, en estos teatros a la italiana, los creadores deberían percatarse de que si uno no está en una butaca centrada, las proyecciones se ven en un sitio que no es para el que están pensadas. Y se desvirtúan. Eso es lo que ocurrió en el segundo acto, lucimiento de los célebres Ping, Pang y Pong (estupendos Toni Marsol, Francisco Vas y Mikeldi Atxalandabaso). La noche del estreno, los influencers de la sociedad civil catalana lo habrán visto bien centrado y, seguramente, no será lo que plasmen en sus cuentas de Instagram. La vida es así.
El (supuesto) lesbianismo de Turandot consiste en que, en vez de caer rendida ante Calaf, el director de escena usa el pretexto de una máscara para que sea eso lo que se lleva el príncipe extranjero. Es decir, una vez resueltos los tres famosos acertijos que hacen que la princesa de hielo comience a ser ‘humana’, en vez de entregarle su amor al príncipe, lo que le da esa máscara, mientras que ella, realmente, suelta sus primeras lágrimas de emoción por la ya difunta Liù. ¿Sale así del armario? Pues, la verdad, nos da un poco igual. Más explícitas e interesantes sí que son las llamativas pinturas lésbicas que se exponen en el maravilloso Salón de los Espejos del teatro. Todo un puntazo.
Todo ello, sin embargo, no impidió que las voces dieran lo mejor de sí. Que fue mucho. Como los cuerpos estables del teatro, que fueron merecidamente ovacionados. La pena es que hitos como el mítico Nessun Dorma (de los que gustan a los influencers para sus cuentas de Instagram) quedaran un poco apagados al tener Calaf (Jorge de León) que cantarlo desde una extraña plataforma. No se sabía si era la de Simba en El Rey León de Broadway o el púlpito de un cura soltando un sermón en una iglesia posmoderna. Aun así, fue (como era previsible) interrumpido con aplausos: Pavarotti’s Power de red social.
El Liceu empieza su 20 aniversario con fuerza. Es incluso ridículo hablar de solo dos décadas cuando, insistimos, es el teatro con más tradición de España. Su pasado es glorioso y su presente inmediato pinta muy bien. Esta temporada que empieza es ambiciosa y completa. Hace veinte años, los reyes Juan Carlos y Sofía presidieron la reinaguración. Ahora fue la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, la máxima autoridad junto a Quim Torra, president de la Generalitat. Queda mucho Liceu por delante. Mucho.