Como hombre gay nacido en los años 80, no he sido de los que más han sufrido con el proceso de desarmarización. Llegué a vivir a Madrid cuando Chueca era barrio de moda, a tiempo para estudiar en la universidad en 2001. Mi primera relación seria fue en 2007, cuando existía el matrimonio igualitario en España. Y el año que viene seré ciudadano estadounidense por los derechos que me otorga mi matrimonio de 2015.
No he vivido dictaduras ni arrestos ni persecuciones ni, por suerte, ninguna agresión física homófoba. Sin embargo, ahora que soy profesor en Nueva York, no puedo evitar maravillarme al ver a esos chavales de entre 15 y 25 años a los que hablo de diversidad sexual sin producir risitas incómodas, porque algunos tuvieron su primera pareja del mismo sexo a los 13 años, porque algunes chiques llevan las uñas pintadas, o falda, sin que nadie les haga bullying, o piden, con naturalidad, que te dirijas a ellos con un pronombre distinto al que les dieron de nacimiento.
Les enseño Sociología y, mientras explico esos agentes de socialización (familia, entorno laboral, amigos, escuela, gobierno…) que forjan nuestra identidad, me pregunto a mí mismo: ¿Quién hubiese sido yo de haber nacido veinte años más tarde? ¿Qué poso de represión queda en mí, después de todo? Después de que los niños se rieran de mí porque saltaba a la comba, de que intentaran abrir la puerta de mi vestuario en la piscina para ver si tenía pene. Después de que mi abuelo me dijera que no fuera “tan postizo”, de lo nervioso que se puso mi padre cuando hice un desfile de modelos con mi hermana. En definitiva, después de sentir que si me dejaba ser yo mismo, algo amenazaba el equilibrio a mi alrededor. De darme cuenta de que evitar los problemas era evitarme a mí.
Me pregunto, también, cómo hubiese sido hoy mi emotividad si hubiese experimentado sexualmente con un poco más de inconsciencia y no debutando a los 19 con un chico que, después de eyacular, lo primero que dijo fue “creo que me gustan más las chicas”… Si el primer chico que me atrajo no hubiese esquivado mi tentación besando a la primera que se le cruzó justo cuando yo pensaba que era mío. Si mi primer novio no hubiese desconfiado de mí todo el rato “porque los gais son infieles por naturaleza”. O si no me hubiese muerto de angustia al ver que, ya fuera del armario, me enamoraba de una mujer. Si lo que considero ser yo mismo a día de hoy está atravesado por mil salvedades y cincelado subliminalmente por las ganas de encajar con la mayoría dentro de mi minoría.
Haciendo mi tesis sobre hombres, envejecimiento y homosexualidad, muchos envidiaban que pudiera haberme casado y que mis padres aceptaran a mi marido. Uno de mis entrevistados me dijo que siempre se había identificado como gay pero que, en los tiempos que corren, se hubiese atrevido a ser transexual. Unas declaraciones que me chocaron, pero que quizá se parezcan a lo que sienten las nuevas generaciones al ver que nos agarramos a una orientación sexual fija en vez de fluir por el amplio espectro queer. Cuando se dan cuenta de que nuestra generación pulió sus plumas infantiles hasta ser homosexuales “de bien”. O cuando ven que todavía nos parece transgresor seducir a un heterosexual.
Algunos de mis coetáneos que tienen relaciones sexuales con chicos veinteañeros me lo confirman: claramente, sin haber cumplido los 40, nos hemos quedado anticuados. Y siendo, sin duda, una buenísima noticia (y sin olvidar que lo queer sigue emergiendo sin resistencia solo en entornos privilegiados), tengo que reconocer que esa libertad todavía produce en mí un pequeño desgarro, una sana envidia y, sobre todo, un gran interrogante sobre lo que muchos de nosotros podríamos haber sido.
MATEO SANCHO ES PERIODISTA Y ESCRITOR. SU ÚLTIMA OBRA PUBLICADA ES NUEVA YORK DE UN PLUMAZO (ROCA EDITORIAL).