Isabel Torres y yo estudiábamos en el mismo colegio, aunque nunca fuimos juntas a clase. Ella estaba unos cursos por encima que yo. Recuerdo estar una mañana sentada en el patio, inmersa en una etapa de bullying feroz contra mi persona, cuando pasó Isabel. Era ya una señorita, y la recuerdo guapísima.
No nos conocíamos aún en esa época, por lo que no nos saludábamos. Un niño la llamó “maricón” al pasar; ella se viró, ágil y rápida como una pantera, y le dio una hostia que lo dejó callado. En mi tierna infancia trans, sentí una gran admiración hacia ella, la veía como una súper heroína. Hizo aquello que yo siempre deseé hacer y nunca me atreví.
«El abanico de la diferencia es muy amplio y diverso, como la vida misma»
Crecer como víctima es complejo, y tiene reglas bien asentadas; algo así como el compendio del perfecto mártir. No quejarse, no llorar, no molestar contándole a otros qué es lo que te pasa, aguantar los golpes estoicamente: vivir, por lo tanto, en el más completo silencio. Mi infancia trans fue así, y me consta que, aunque ahora pase menos, todavía hay muches niñes que sufren exactamente el mismo calvario, por ser trans, mariquitas, marimachos, gordos, racializados… El abanico de la diferencia es muy amplio y diverso, como la vida misma.
Si, además, no cuentas con el apoyo familiar, como fue mi caso, vas creciendo a golpe de resiliencia; Dios sabe de dónde sale, pero ahí está. Cuando miro atrás, no entiendo cómo lo pude hacer, cómo fui capaz de no volverme loca, de capear la violencia y seguir entera. Me río de la gente que dice que las mujeres trans hemos crecido con el privilegio de ser hombres.
Yo nunca viví con ningún privilegio; siempre sufrí el estigma: de pequeña, por encarnar la figura maldita del ‘niño’ femenino, y ya de adolescente, por ser una mujer trans, en una época muy lejana a leyes a nuestro favor y al actual respeto hacia nosotras y nosotros que muestran la mayoría de los medios de comunicación.
«Nuestro amor propio es lo que tenemos que cuidar como algo divino»
Me hice mayor poniéndome mil máscaras, mil armaduras, levantando mil muros. Ser fuerte era una obsesión, no mostrarte débil ante los demás, una obligación; ese es el mecanismo de la violencia, exigirnos a las vícti- mas un nivel de deshumanización febril. Nunca bajar la guardia, estar siempre alerta y, al mismo tiempo, ser la perfecta superviviente, sonreír aunque estés rota, salir siempre bien en la foto ante la cámara cruel del siglo XXI que solo quiere ganadores, donde ser un perdedor no es cool.
En 2018 me caí; sufrí una depresión y me encerré en mí misma, me permití el lujo de la tristeza, cedí al canto de sirena que llevaba sonando en mi interior desde que era niña. Empecé a ir a terapia y Karmen (mi terapeuta) me ha enseñado a cuidar a aquella pequeña niña trans tan falta de amor y de atención que fui hace unos años. Me permití llorar por haber sido víctima, rompiendo así mismo el rol de la perfecta herida, me volví visible e incómoda: me habéis hecho esto, es vuestra culpa y no la mía, no me defendí porque no pude, me fue imposible hacerlo mejor, mi dolor es sagrado.
Este texto es una carta de amor a mí misma y a todes les niñes que sufren acoso en este mundo, venga de donde venga. Somos hermosos, somos válidos, brillamos como diamantes, somos flores en un jardín embarrado. Merecemos lo mejor y lo tenemos, nuestro amor propio es lo que tenemos que cuidar como algo divino.
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