Los bares antiguos de Provincetown presumen de haber sido frecuentados por Tennessee Williams, como hacen los heteros con los lugares en los que se emborrachó Hemingway, como si hubiera algún recinto techado de Occidente en el que Hemingway no se hubiera emborrachado.
Aquí me trae el amor, como a tantas lesbianas a tantos lugares remotos. El cliché de la lesbiana arrastrando maletas y cajas de mudanza en dirección a sucesivas novias está muy bien fundamentado en la realidad según he podido comprobar. Otro lugar común que rodea al mundo lésbico, más triste y no menos cierto, es la rareza de nuestros espacios de reunión. En Provincetown han desaparecido los pocos locales de lesbianas que había, algunos con 70 años de antigüedad.
Las lesbianas, como mujeres que somos, gozamos de menos poder adquisitivo estadísticamente, a nuestros negocios les cuesta más sustentarse. Pero la costumbre de resistir tiene sus ventajas, mi novia y yo paseamos por el pueblito hasta que divisamos a lo lejos, en la terraza de un bar de lobster rolls, varios gorros de lana, crestas encanecidas, alguna coleta ondulante sobre una nuca rapada. Ahí están, por fin. Las lesbianas. Resistiendo.
Este 2022 ha sido un año de reacciones conservadoras, violencia política, decepciones con una parte del movimiento social más movilizador y transversal –el feminismo–, retrasos interminables de una ley trans que nunca acaba de llegar y violencia callejera. Un año en el que nos ha tocado comprobar cuánta energía nos consume defendernos, cuánto esfuerzo se nos va en la inacabable, agotadora, drenante labor de resistencia en detrimento de la labor de avance.
A nivel íntimo, 2022 ha sido un año de exposición intensa, he tenido muchas ocasiones para hablar de lo que significa para mí ser lesbiana públicamente y en todas ellas he elegido hablar del avance, por encima de la resistencia.
Estar en posición de hacer esta elección es tener mucha suerte, el avance solo es posible cuando las resistencias están vencidas. El disfrute, la evolución, la inventiva solo se dan cuando las condiciones básicas de seguridad y bienestar están garantizadas. Como colectivo estamos muy lejos de ese punto, pero merecemos relatos dorados en el horizonte.
Cada vez que tengo ocasión, y este año han sido muchas veces, insisto en que las transbimaricabollos no queremos ser toleradas, queremos ser un ejemplo. La violencia y la desigualdad crecen a sus anchas debajo del paraguas de la normalidad mientras que las personas LGTBI, a las que tantas veces nos han dicho que no somos normales, cultivamos alternativas de convivencia. Sabemos vivir fuera de la norma en un mundo en el que la normalidad da asco. Por nuestro ejercicio diario de revisión y de libertad, sobre todo el que hacemos las lesbianas, estamos en posición de enseñar mucho.
Las lesbianas somos desertoras, como decía Monique Wittig en los 70. Wittig entendía la heterosexualidad como un sistema político, que garantiza las jerarquías patriarcales en beneficio de los hombres y detrimento de las mujeres. Fuera de sus lógicas, en este bar de lobster rolls por ejemplo, los mandatos del patriarcado funcionan distinto y con menos intensidad porque sus principales ejecutores están lejos. El margen es nuestro reino, en el margen hemos inventado otras formas de felicidad y plenitud, aquí sabemos avanzar, no solo resistir; la sociedad aprendería algo, de hecho aprendería mucho, si decidiera mirar hacia nuestra orilla sin condescendencia.
En 2022, lo he explicado de mil maneras, citando a Wittig o celebrando que mi colectivo siga floreciendo en los costados y las cunetas de una normalidad que no me interesa nada. Pero yo lo que quería decir es que ojalá el mundo se pareciera más a las lesbianas.
NEREA PÉREZ DE LAS HERAS es ESCRITORA Y PERIODISTA.
ESCÚCHALA EN SUS PODCASTS SALDREMOS MEJORES Y LO NORMAL
foto: CARLOS VILLAREJO