Pocas cosas hay más significativas en el mundo de la ópera que esos segundos de silencio que se producen entre que cae el telón y comienzan los aplausos. Pasa muy pocas veces y, cuando ocurre, es porque todos los espectadores se han quedado tan conmocionados que necesitan ese breve tiempo de desconexión. La pasajera, de Mieczysław Weinberg, dejó completamente en shock a todo el aforo del Teatro Real en la noche del estreno. Quizá desde aquel Dialogo de carmelitas de Carsen en 2006 (con López Cobos en el foso) no se recordaba un silencio tan helador. El vals de la muerte que se tocó en un campo de concentración nazi en Auschwitz, leitmotiv de esta obra, volvió a ensordecer al coliseo.
La pasajera, al igual que Lear, estaba prevista que se estrenara en el Teatro Real, y en España, en la temporada 19/20, en la que todo se congeló con la pandemia que paró el mundo. Ahora, esta bestial ópera del compositor polaco Mieczysław Weinberg llega en una imponente producción dirigida por David Pountney para su premiére en el coliseo madrileño. Nada tendría sentido si en el foso no estuviera la directora lituana Mirga Gražinytè-Tyla al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real. La Sinfónica de Madrid está brillante a sus órdenes, con esta complejísima partitura, tan dura y extrema como bellísima en algunos pasajes, que se mueve entre en neoclasicismo y el jazz, pasando por todo lo que interesa de la segunda mitad del siglo XX.
Esta directora, especialista en la obra de este músico polaco (desconocido en nuestro país: posiblemente el 99% del aforo no había escuchado nunca esta obra), consigue revolver las tripas de hasta el más frío espectador. Y también de los cimientos de la principal casa de ópera de España, en la que aún resuenan las notas de esta obra que ha sufrido en sus carnes, en su génesis y en su historia, el drama de dos de las mayores tragedias que vivió la Europa del siglo XX: el nazismo, centro de la trama, y el comunismo, que impidió no solo su estreno, sino que ocultó a su compositor –íntimo amigo de Dmitri Shostakóvich, su gran valedor– y desterró y enterró su obra hasta bien entrado el XXI.Ver galería
Compuesta en 1968, fue silenciada por la Unión Soviética, y no vio la luz hasta 2006, cuando se estrenó en versión semiescenificada en Moscú. En 2010 se presentó, por fin, en el Festival de Bregenz en esta escalofriante, inteligente y soberbia producción, dirigida por David Pountney, que ahora llega al Teatro Real, que es coproductor de la misma.
Escalofriante por la historia que cuenta: el encuentro –en un barco que va con destino a Brasil– de dos mujeres. Una es Lisa, la esposa de Walter, un diplomático que viaja hacia su nuevo destino; la otra es Marta, un misterioso personaje que resulta ser una superviviente de un campo de concentración nazi. Lo terrible del encuentro es que Lisa era la supervisora de las SS en Auschwitz, en ese infierno que Marta vivió, y del que ella creía que no había sobrevivido. La víctima y su mano verduga, juntas en alta mar.
El drama –basado en una historia real narrada en la novela homónima de la escritora Zofia Posmysz– es aún mayor porque el marido de Lisa desconocía su pasado, y su única preocupación ante este encuentro es este no se sepa, para que no afecte a su impecable carrera diplomática. Tal inmundicia humana solo puede quedar reflejada en una obra como esta que, incomprensiblemente, es una de las grandes desconocidas ópera del siglo XX. Una deuda histórica y musical que el Teatro Real saldando, con gran éxito, en estos meses que llevamos del año 2024.
Inteligente, por cómo resuelve magistralmente esta compleja historia en dos actos, con idas y vueltas del presente al pasado –cual flashbacks del mejor Billy Wilder de Sunset Boulevard: el montaje es muy cinematográfico–, con ese doble escenario diseñado por Johan Engels, con el barco arriba y el infierno de Auschwitz abajo. Y soberbia porque todo funciona a la perfección en esta producción, desde la magnífica dirección musical y de escena hasta el reparto de antología y el siempre brutal Coro del Teatro Real (Coro Intermezzo dirigido por José Luis Basso). Esta obra tan dura y complicada se entiende a la perfección, con toda la crueldad del drama que cuenta, por cómo está contada: a nivel narrativo, es un ejemplo de cómo hacer bien las cosas. Y eso es muy difícil de conseguir.Lo que hemos escuchado y visto –y que se puede escuchar y ver hasta el 24 marzo, en las siete funciones de las ocho que ha programado el Teatro Real– es, sencillamente, impresionante. No hay palabras para poder describirlo. A todo lo reseñado hay que añadir lo ya apuntado del espléndido reparto con diecisiete papeles importantes, que cantan en siete idiomas diferente (las partes del coro, en español). Marta, la víctima, es la soprano Amanda Majeski. Lisa, su verduga, la mezzo Daveda Karanas. Su abrazo en los saludos finales, justo cuando el público rompió con ese rotundo aplauso los segundos de silencio antes comentados, lo dijo todo.
«Íbamos a casarnos en ese otro mundo donde el amor aún existe», dice en el segundo acto Tadeusz, el novio de Marta (formidable el barítono Gyula Orendt) a esa terrible supervisora de las SS que es Lisa. Poco antes, cuando la pareja se encontró en ese infierno llamado Auschwitz, se habían saludado con un «¡estás vivo!», «¡estás viva!». A muchos se nos heló la sangre en ese momento.
Imposible nombrar a todo el espléndido reparto. No hay nada que falle en esta ópera que ahora llega al Real. Lo único que sigue fallando es que aún hay quienes siguen añorando esos dos dramas que asolaron Europa en siglo XX, y hacen todo lo posible para que el vals de la muerte que tanto gustaba al comandante de las SS pueda volver a sonar. Que nadie se la pierda. Es, simplemente, imprescindible.