En los años 60, las personas del mismo sexo no podían bailar juntas en Estados Unidos. Estaba prohibido por ley. No de forma implícita, no era ese tipo de tabú social que está mal visto y del que no se habla. Era un delito tipificado: si dos hombres o dos mujeres bailaban juntos, la policía podía intervenir y poner fin a tal acto de escándalo público.
En aquella época había bares gais en Nueva York: lugares clandestinos, por lo general regentados por la mafia, que mantenía a la policía a raya con el soborno de rigor. Pero en esos bares no se permitía bailar. Esa era una línea roja, una provocación demasiado peligrosa. No en el Stonewall Inn. En aquel bar algo escondido en Christopher Street, en Greenwich Village, había dos pistas de baile y una jukebox. Era el único antro en toda la ciudad que permitía a sus clientes bailar abiertamente.
Gracias a aquella gramola, a cambio de una moneda, los maricas y las travestis podían escuchar a Diana Ross, Barbra Streisand, los Beatles o los Rolling Stones, y bailar al son de sus canciones. No es de extrañar que aquella noche de finales de junio de 1969, en ese bar en concreto, los clientes plantaran cara a los policías que se presentaron para llevar a cabo una de sus redadas rutinarias. Algo tiene la pista de baile, algo empoderador, liberador y sagrado, que el establishment es incapaz de aniquilar, por más que lo intente.
«Se habla mucho de la familia elegida, yo soy más de la familia bailada»
Muchos de los recuerdos más felices de mi vida los recogí en el suelo de una pista de baile en un bar, o en una macrodiscoteca, o en una rave al aire libre. Lo he hecho en Madrid, Sevilla, Brighton, Londres, Ámsterdam, Bilbao, Berlín, Oslo o Nueva York: da igual donde haya bailado, que mientras estuviera rodeado de otras personas disidentes entregadas a la música de un buen DJ (pop, electrónica, urbana, indie, igual da) me he sentido en casa. En la oscuridad de la pista de baile es donde muchos hemos encontrado la luz: libertad, una identidad, nuestra forma de expresión e incluso comunidad.
Se habla mucho de la familia elegida, yo soy más de la familia bailada. No sabría decir por qué me he entregado más y más a la fiesta en los últimos años. Supongo que cuanto menos sentido tiene el mundo ahí fuera, más seguro me encuentro en ese refugio. Siempre me llamó la atención esa escena de Matrix (menudas bailongas deben de ser las Wachowski) en la que los humanos montan una rave a la espera de que los centinelas lleguen para aniquilarlos a todos, y creo que en este momento la sociedad está un poco en esa rave.
Pero la verdad es que siempre hay una buena excusa para salir a bailar, tanto si ha sido una semana de mierda como si hay motivo para la celebración. Bailar es a la vez un acto individual, de autoafirmación y exploración corporal y emocional, y un acto colectivo, de hermanamiento, unión, seducción y entrega al otro. Pocas cosas me resultan más placenteras que esa mirada cómplice que encuentro en la persona desconocida que baila a mi lado: quizá no intercambiemos ni una palabra, pero somos de la misma tribu. En ella caben todas las etnias, las clases sociales, los géneros… incluso algunos heteros.
«En la pista de baile caben todas las etnias, clases sociales, géneros… incluso algunos heteros»
Hasta alguien como yo, con las habilidades psicomotoras y la flexibilidad de un pato de goma, puede encontrar en la pista de baile su forma de moverse. En ese espacio y en ese momento no caben el juicio, el castigo o la duda: solo libertad y aceptación. No es casualidad que Stonewall fuera el único bar donde se podía bailar, como no es casual que el colectivo LGTBIQ+ sea el que mejor hace el arte de la fiesta.
Incluso nuestra reivindicación oficial es una fiesta, y así debe ser. Se supone que ya no tenemos que buscar la oscuridad de un antro para ser nosotros mismos (podríamos debatir largo y tendido al respecto), pero no hay lugar en el que me sienta más libre y feliz que una pista de baile.