Los jóvenes actores que interpretaban los papeles femeninos en el teatro inglés desde la Edad Media hasta mediados del siglo XVII son célebre paradigma de la ambigüedad sexual en el campo de las artes –donde por razones obvias ha tenido siempre su más poderosa expresión–, y de lo elusivo del concepto mismo de identidad de género, así como de la naturaleza del género como un constructo cultural y social. El miedo y la inquietud por situaciones de este tipo encubren –o transparentan– los miedos y ansiedades relativos a este carácter del género, que solamente por convención impuesta puede fijarse como binario.
Lo mismo que la presencia de las mujeres en el teatro tuvo sus oponentes, la de los jóvenes travestidos sufrió innumerables ataques por parte de los puritanos desde la imprenta y desde el púlpito. Al igual que unos juzgaban indecoroso que las mujeres se exhibieran en escena, otros hallaban indecente que los muchachos se vistieran de mujer e hicieran escenas de amor con hombres, pues eso, a su juicio, incentiva la lascivia más condenable; un crítico dice que son «tentadores anzuelos del infierno», y hay expresiones aún más divertidas, como la del que ve la representación llena de «such kissing and bussing», redundancia traducible por «tanto besuqueo».
Los enemigos del teatro no necesitaban estas tiernas provocaciones para morder sañudamente; la mentalidad puritana echa mano del trillado lugar común del efecto debilitador y ‘feminizador’ de las artes más refinadas. Aún en 1651, después del esplendor teatral de la época de Shakespeare, se lee una opinión acerca de un individuo que, por vestir ropa de mujer, había «degenerado» en mujer. Las comillas, naturalmente, son nuestras, pues el autor utiliza tal verbo con toda convicción.
A pesar de todo, el público lo interioriza como parte del juego escénico y seguramente como un enriquecimiento de este, pues es fácil imaginar que los más aptos y atrayentes de estos actores sugirieran, como apunta Oscar Wilde, «un nuevo y delicioso tipo de feminidad». Dicha interiorización no es una mera suposición: en algunos testimonios contemporáneos los autores se refieren a estos intérpretes juveniles utilizando el pronombre «ella» y los posesivos femeninos, como si hubiera una transición entre personaje e intérprete o el espectador fuese arrastrado por la completa sugestión de lo que está viendo.
«El travestismo teatral pocas veces guarda relación en esta época con la ambigüedad sexual o de género, y menos aún con la androginia, por no hablar de la homosexualidad»
Con todo, por muchas lecturas andróginas o queer que queramos hacer de estos textos, hay que tener presente que el travestismo teatral, las más de las veces, no indica heterodoxia sexual o de género ni conduce a ella; es la extensión de un recurso, el de hacerse pasar por otro y disfrazarse, tradicional en la literatura para la consecución de unos fines determinados, ya sean de ocultación, ya de acercamiento; es un artilugio, un procedimiento, una técnica de efecto seguro y probado para hacer la intriga más jugosa y mantener la atención del espectador, incluso poniéndolo a punto de escandalizarse en las escenas en las que un personaje corteja a otro, disfrazado, sin saber que es de su mismo sexo. El profesor Matthew D. Stroud hizo un encomiable esfuerzo por realizar una aproximación queer al teatro áureo español, buscando subtramas y personajes ajenos e incluso contrarios al establishment binarista y hetero; sin embargo, creo que no se debe ser demasiado optimista y que tales exuberancias estéticas y emocionales debieran encuadrarse más bien en la querencia barroca por el juego y el trampantojo.
Se ha hablado de la identidad de género como vestidura, pero también podemos decir que el traje se usa como signo inequívoco –engañosamente inequívoco, desde luego– de identidad de género, puesto que determina y condiciona la visión de los otros, la identidad reconocida por los otros aun en presencia de rasgos –físicos o de comportamiento– en contrario. Todo ello, claro está, dentro de un nivel más de significado, el de la convención teatral: se acepta esa asignación de género basada en la vestimenta para permitir el desarrollo de la acción dramática con todas sus peripecias y sorpresas, sus azares, engaños y descubrimientos. Cierto es que la identidad de género se revela floja cosa cuando se reconoce que unos cuantos trapos pueden modificarla tan radicalmente.
Son muchas las obras de Shakespeare que contienen personajes travestidos; dos de las más notables son Como gustéis y Noche de Reyes, cuyas respectivas protagonistas, Rosalinda y Viola, adoptan traje de varón y son homenajeadas por sendas damas que se enamoran de ellas; Rosalinda adopta además el nombre de Ganimedes para enredar un poco más con llamativas alusiones. Al final, como es costumbre, los enredos se aclaran, cada oveja se queda con su pareja y el escenario se llena de bodas. Pero entretanto, Viola y Rosalinda, como mujeres y como hombres, son interpretadas por jóvenes actores, y no solo eso sino que además Orlando, enamorado incompetente, tiene que aprender qué es y qué no es el amor y tiene que averiguar quién es Rosalinda, y hete aquí que de su educación sentimental se va a hacer cargo precisamente Ganimedes, es decir, Rosalinda creída varón…
«Era poco probable que en España la costumbre y convención de asignar los papeles femeninos a muchachos alcanzara el estado de consolidación y refinamiento que en Inglaterra»
Shakespeare tuvo que ver grandes cualidades interpretativas en el joven actor –cuyo nombre por desgracia desconocemos– para confiarle un papel tan extenso y complejo. Quizá lo escribió para él, conforme al uso extendido aquellos siglos entre los dramaturgos. La Rosalinda de Como gustéis dio pie a Théophile Gautier, en su reelaboración romántica de feminidades y androginias, a rizar el rizo en su novela juvenil Mademoiselle de Maupin (1835), cuya protagonista se hace pasar por varón, enamora como tal a un hombre –escandalizado de sí mismo–y a la amante de este, e interpreta a Rosalinda para mayor pasmo de su adorador, que ve al que cree hombre (y es mujer) haciendo un papel de mujer que se disfraza de hombre… y el pobre ya no sabe qué pensar de sí mismo ni de su presunto amado, en el que ve reveladores encantos femeninos –que le hacen dudar– en su fingido atavío.
Desde luego, el tratamiento de los dos travestismos no es simétrico, ni mucho menos: la mujer que se viste de hombre –mucho más frecuente y central en la literatura– aspira a mayor libertad e independencia; el cambio de traje supone un ascenso en el estatus; el hombre que se viste de mujer, en cambio, sufre un descenso en el suyo y suele ser utilizado con fines ridiculizadores, en consonancia con la tradición de las representaciones cómicas, entre ellas los espectáculos callejeros. Dichos espectáculos y la permitida y relativa transgresión de los carnavales y fiestas similares son sin duda el marco en el que se origina el travestismo masculino, que no pudo deshacerse de sus connotaciones burlescas y caricaturescas. Cuando aparece en ‘situaciones serias’ obedece a alguna razón de peso, muy a menudo escapar de un peligro y en ocasiones acercarse a la amada.
El travestismo femenino se justifica invariablemente por objetivos muy determinados: la búsqueda e incluso persecución del hombre amado, la restauración del honor, o la venganza, como en el caso extremo de La Serrana de la Vera. La Rosaura de La vida es sueño busca recuperar su honra mediante el matrimonio y la protagonista que discurre Tirso para su Don Gil de las calzas verdes trata de recuperar a su prometido infiel y para ello se viste de hombre y le roba la dama que ahora pretende, enamorándola a su vez en su personalidad postiza. La ingeniosa trama gira en torno a la maña que saben desarrollar las mujeres para salirse con la suya, ingenio que los hombres se supone que difícilmente alcanzan. A pesar de la libertad creativa y de los momentos picantes, se trata de un puro juego a la barroca, con todos los elementos de confusión que se esperan; no hay que esperar transgresión donde no la hay: ni mujer libre ni androginia, y tampoco es fácil abogar por la existencia de algún grado de homoerotismo; los equívocos de ambigüedad sexual en esta obra no son en absoluto ‘peligrosos’. El final traerá, naturalmente, la boda. Similar asunto tiene Valor, agravio y mujer, de Ana Caro: el hecho de que fuera obra de una dramaturga no la hace pasar de las audacias de asumir vestimenta masculina para ir tras el seductor olvidadizo.
Era poco probable que en España la costumbre y convención de asignar los papeles femeninos a muchachos alcanzara el estado de consolidación y refinamiento que en Inglaterra, puesto que las mujeres se adueñan tempranamente de la escena. A este respecto, el panorama español es mucho más modesto y no hubiera permitido tales vuelos de la fantasía, pero sí es cosa sabida que el público acepta la presencia de mujeres travestidas con gusto y regocijo inducidos, no hace falta decirlo, por la ocasión de oro de verlas con ropa más reveladora de las formas de unos cuerpos habitualmente embutidos en voluminosas faldamentas.
Son del máximo interés las situaciones de ambigüedad y androginia en sí, que no dependen necesariamente del travestismo ni tienen que coincidir con él. En el título de este artículo hemos juntado dos términos independientes entre sí: el travestismo teatral pocas veces guarda relación en esta época con la ambigüedad sexual o de género, y menos aún con la androginia, por no hablar de la homosexualidad, usando este término con precaución, pues data de la segunda mitad del siglo XIX; con anterioridad se recurre al cajón de sastre de la «sodomía» o al «pecado nefando» y en referencia a actos y conductas y no a individuos ni a sus tendencias o naturaleza. Las alusiones son en su mayoría jocosas –y jocosamente infundadas, pues se trata de parejas de hombre y mujer– como en El mesón de la corte, de Lope, donde el alguacil exclama cómicamente escandalizado, al entrar en varias habitaciones del susodicho mesón buscando a un ladrón y creerse en medio de Sodoma: «De dos en dos los hombres en las camas. / ¡Castigue Dios tal casa con el fuego / que las cinco ciudades abrasaba!». Un ejemplo emblemático de falsa androginia es una novela de Francisco de Lugo y Dávila precisamente titulada El andrógino (1622), que versa sobre un joven que se disfraza de mujer para librar a su amada de un marido viejo y que, descubierto, hace creer a éste en un repentino cambio de sexo.
Los autores se atreven con toda suerte de abusos, violaciones e incestos, pero se detienen ante el umbral de la «sodomía», que conducía inexorablemente a la hoguera inquisitorial, a menos que uno tuviera poder o posición para salir con bien, como sucedió a los amigos del conde de Villamediana, quienes pudieron huir, a diferencia de los «cinco mozos» de clase inferior ejecutados en la hoguera en 1622 tras descubrirse su red de contactos en el curso de la investigación del asesinato del conde, cuya participación se guardó en secreto, obedeciendo una orden regia, «por no infamarle» escribe el instructor del proceso, y no se ha conocido hasta entrado el siglo XX.
Por supuesto, no faltan alusiones veladas a afectos profundos entre dos hombres –sin indicio alguno de androginia–, más o menos disfrazados de amistad pero que mejor se podría conceptuar como amor, incluso dentro de una trama que se desarrolla en torno a una mujer o la competencia por ella, como acontece en La boda entre dos maridos, de Lope, basada en un cuento del Decamerón de Boccaccio. Se propone quizá ser una historia moral que coloca la amistad en un plano superior al amor –tema muy cultivado por el teatro aurisecular–, pero más bien recordaría a las dos Venus, celeste y terrenal, que describe Marsilio Ficino en su fundacional comentario al Banquete de Platón, con la aserción de la superioridad de la Venus Urania, un amor homoerótico.
Algo más enredada es la trama, femenina esta vez, de Añasco el de Talavera, de Álvaro Cubillo de Aragón, cuya protagonista se inserta en la tipología descrita como «mujer hombruna», heredera de las guerreras de la literatura antigua y renacentista: responde a los comentarios de su criado diciendo: «Impertinente, / yo, aunque hembra nací, soy diferente»; disfrazada de varón requiebra y enamora a su prima, que conoce su identidad, y a otra mujer. Claro que, al final, como siempre, todo el mundo se casa con quien debe y la heterodoxia se torna ortodoxia. Una situación similar aparece en el entremés de Calderón El sacristán mujer, donde la disfrazada compite con dos pretendientes masculinos por una joven y resulta ser el que más le gusta de los tres, usando además un gracioso latín macarrónico con mucho «dulcis requiebrum» y pidiendo «date mihi manum blanca». Cuando revela su condición, la conquistada acepta a otro sacristán con una resignación que se nos antoja encubre otra cosa: «Vaya, que a falta de pan / buenas son tortas».
En Los malcasados de Valencia, de Guillén de Castro, hay una audaz escena amorosa entre un hombre y una mujer travestida, pero la audacia se cifra en que quienes ocultamente los ven creen que se trata de dos hombres, con su consiguiente pasmo y escándalo para regocijo del público, que está perfectamente en el ajo. Y otro pasaje divertido hallamos en La gran sultana Catalina de Oviedo, de Cervantes, donde se hace creer al sultán el repentino cambio de sexo de un cautivo escondido en el harén.
En otro orden de cosas, es curioso el uso que se hace en la época del término «hermafrodita», en conexión siempre con los híbridos, conceptuales o físicos, y con otras ambivalencias muy explotadas en esta literatura –y en el arte desde los grandes viajes y descubrimientos de los siglos XV y XVI–, como el hombre-fiera; la palabra «monstruo» es muy del gusto del Barroco, en sentido negativo o positivo, como cuando se describe a Lope como «monstruo de naturaleza» y a Calderón como «monstruo del ingenio». Pues bien, en ocasiones aparece el sintagma «monstruo hermafrodita», en sentido de coexistencia de dos sexos, o simplemente metafórico.
En La vida es sueño, Rosaura aparece la primera vez como varón, la segunda como mujer y la tercera de otra y más indefinida guisa, pues dice «entre galas de mujer/armas de varón me adornan» cuando acude a ayudar a la victoria de Segismundo, y dice ser «monstruo de una especie y otra», a saber, un ser con connotaciones andróginas que se ajustan muy bien a su función de nexo conceptual y de revelación e iluminación para Segismundo. De la misma manera, en El monstruo de los jardines, Aquiles, disfrazado de mujer no solamente por el deseo de su madre de evitar el oráculo sino para estar cerca de su amada Deidamia sin despertar sospechas, se define ante ella, que ya conoce su identidad: como «Monstruo, pues, de dos especies, / tu dama de día, y de noche / tu galán». Es este uno de los no muy abundantes casos de travestismo masculino ‘serio’. Dice Tetis, en lo que acaba en una especie de estribillo cantado: «Para / que el que fue asombro de horror, / pase a serlo de belleza, / cuando mujeriles pompas, / tanto su forma desmientan, / que sea monstruo en los jardines / el que fue monstruo en las selvas».
El teatro de Tirso es famoso por su afición a enredar las tramas con personajes que asumen varias identidades; en Bellaco sois, Gómez, la protagonista acumula las de dos hombres y otras tantas mujeres, y su criado se hace un lío y le dice: «Por amor de Dios, señor, /s eñora o término ambiguo», lo que hace rememorar, aunque sea en broma y en boca de un gracioso, aquel momento inmortal –»Señor y señora de mi pasión»– de los Sonetos de Shakespeare. Luego, dama y criado entablan este diálogo: «Yo soy dama de sí mismo». / «Puedes, porque ya sospecho…» / «¿Qué?» / «Que eres hermafrodito». Hermafrodita le parece también su amo/ama al criado de la heroína de Don Gil de las calzas verdes.
En El labrador venturoso, de Lope, se percibe un esfuerzo por dejar alto el pabellón varonil y no admitir hombres ‘adamados’ en el gusto de las propias damas: «¿Piensas tú que la lindeza/las acciones femeniles, / y las femeniles galas / vencen a todas mujeres? / Los hombres han de ser hombres, / éstos sirven, éstos aman, / esotros quieren hacer / el oficio de las damas, / que los requiebren a ellos». De manera análoga, en La viuda valenciana, de Lope, la protagonista aguarda al que ha invitado a visitarla a oscuras; la tardanza le hacen temer que no acuda: «No le debió de agradar», a lo cual su doncella replica «No hagas extremos, / que no es eso de creer / de un mozo tan belicoso». Pero ella duda de su virilidad simplemente porque es guapo: «¡Ay, mira que en ser hermoso / algo tendrá de mujer!».
El ejemplo de travestismo teatral más propio de una tragedia es el de La gran Semíramis, de Cristóbal de Virués. La tirana se hace pasar por su hijo Ninias y a este por una mujer, aprovechando el parecido entre ambos; dice un esbirro: «Pues es milagro de Naturaleza/sus tan conformes rostros y belleza», y otro: «Y más ahora, de mujer vestido, / Digo que estuve yo casi confuso, / con saber el negocio tan sabido, / después que de mujer Ninias se puso». El personaje del joven sí se presta aquí a una interpretación andrógina.
Lo mismo hay que decir de la Serafina de El vergonzoso en palacio, de Tirso: Serafina, en traje de hombre, se mira al espejo como su yo complementario; cuando ve su retrato y se enamora del supuesto modelo, que es ella misma, quiere reunirse con ese yo, como en el mito platónico del andrógino. No faltan situaciones ambiguas a las que da lugar su nueva personalidad: dice Serafina a Juana: «No te asombre / que apetezca el traje de hombre, / ya que no lo puedo ser». A esto, que se puede interpretar de varias maneras, responde Juana, entre bromas y veras: «Paréceslo de manera, / que me enamoro de ti». Cuando usa a su amiga de público en una especie de ensayo general con trajes, dice la acotación que va a abrazarla y le espeta: «Como te adoro, me atrevo; / no te apartes, no te quites». Y Juana le impone moderación al ver tanto entusiasmo: «Pasito, que te derrites; / de nieve te has vuelto sebo».
«Tanto narcisos como mariones son objeto favorito de ridiculización y burla, que no alcanzan a las mujeres varoniles y travestidos»
Una figura conspicua en el teatro aurisecular es la del marión o maricón, el afeminado y el narciso, tipos que en realidad no tienen nada que ver con la androginia ni son ambiguos. Aparecen invariablemente por su efecto cómico y ligados a una versión en cierto modo extrema del fructífero tema del ‘mundo al revés’, es decir, los hombres en funciones de mujer o con características convencionalmente atribuidas a las mujeres. La acepción básica del término ‘afeminado’ ha cambiado con el tiempo; en el siglo XVII todavía significa débil, blando e incluso voluptuoso, sin ninguna connotación de ambigüedad ni de homosexualidad; excelente testimonio de ello es el título mismo de una fiesta cortesana o semiópera de Calderón, Fieras afemina amor, cuyo protagonista es Hércules, sin que el atavío mujeril, que tiene una función humillante y ridiculizadora, le transmita rasgo femenino alguno. En dicha acepción, pues, se atribuyen a un varón rasgos de carácter o modos de vida supuestamente femeninos y por eso tenidos por poco varoniles. Es paralelo, aunque en negativo, a la idea positiva de la ‘mujer varonil’ como poseedora de virtudes de rango superior en tanto que propias del varón.
La palabra denotaba también al hombre que gusta de la compañía de las mujeres, sin entrar en si es por afinidad con ellas o por poderosa atracción. En el teatro áureo lo vamos a encontrar con este sentido de blandura y molicie, y como sinónimo de ‘narciso’, en referencia al atildamiento y atención desmedida al adorno personal, en tanto que los ‘mariones’ acumulan sobre sí todos los tópicos que suelen cargarse sobre las mujeres –incluyendo la obsesión por la honra o el padre vigilante, y hasta aparece la preocupación por quedarse ‘embarazado’ por admitir excesivas atenciones de las damas–, son cortejados por ellas, que se los disputan con arrojo y a veces hasta con las armas en la mano en ese mundo invertido, un mundo pour rire y sin mayor complejidad.
Tanto narcisos como mariones son objeto favorito de ridiculización y burla, que no alcanzan a las mujeres varoniles y travestidas, como es bien patente en la dramática peripecia de La Serrana de la Vera e incluso en las graciosas tramas desarrolladas en torno a mujeres que se disfrazan de médico para enmendar cuitas amorosas propias o ajenas, como en algunos ejemplos españoles ya comentados y como plantea genialmente Molière en El enfermo imaginario, o la dramática situación que resuelve Porcia como doctor en leyes en el shakespeariano Mercader de Venecia. En general, el tratamiento de todos estos temas y subtemas, más que hacer sitio a la transgresión o al cuestionamiento de jerarquías o roles, nos parece obedecer al ya aludido gusto barroco por el juego, sin olvidar nunca su finalidad fundamental, que es, lisa y llanamente, hacer reír.
En cuanto a la heterodoxia sexual del teatro breve de la época, hay que señalar que estas formas sufrían menos censura y podían moverse con mayor libertad por su temática divertida y paródica. El entremés El marión, atribuido a Quevedo, es una parodia en torno a un ‘afeminado’ al que cortejan tres galanas; casado luego con una de ellas –en perfecto ortodoxia heterosexual–, la tarasca le da la mala vida que muchos maridos daban a sus encerradas esposas, otra parodia, en fin, de cosas que no tienen ni tenían entonces ninguna gracia. Es de nuevo una inversión cómica de roles sociales consagrada por el carnaval y el mundo al revés, y de efecto humorístico asegurado. La exageración de los caracteres anticipa lo que pronto va a ser la comedia de figurón.
Quiñones de Benavente tiene otras de este subgénero de ‘mariones’, al igual que otros más tardíos como Gil López Armesto (Los maricones galanteados), Cáncer y Velasco (Los putos), Antonio de Zamora (Los gurruminos)… En este entremés se define lo que son los tales: «No ser hombre en su casa, majadero, / y consentir en todas ocasiones, / que su mujer se ponga los calzones». Por este resquicio nos podemos colar a otra posible interpretación: la crítica de los hombres que ceden mando y poder a sus esposas. El embarazo y el parto masculinos no serían, pues, otra cosa que una parodia extrema de esta ‘dejación de funciones’ por parte de algunos varones.
Aquí tiene un lugar por derecho propio el celebérrimo gracioso Juan Rana, cuyo solo nombre suponía un éxito de público garantizado. En muchas piezas breves de diversos autores aparece travestido y en situaciones equívocas. En un entremés se queda embarazado y lo obligan a vestirse de mujer; en el más llamativo de ellos, Juan Rana mujer, de Cáncer y Velasco, después de travestido se vuelve homosexual y acepta muy a gusto un marido. En 1636 fue encarcelado breve tiempo y procesado por el «pecado nefando», pero salió absuelto, quizá por intervención de amigos importantes. Nada se sabe de si Cosme era homosexual o simplemente explotaba en el teatro ciertos tópicos que se consideraban divertidos.
La crítica y parodia de la extensa tipología de petimetres, currutacos, lechuguinos, gomosos, gurruminos y demás se extiende frondosa a lo largo del siglo XVIII en torno a estos favoritos de entremeses, sainetes y tonadillas escénicas. Los narcisos y lindos nos han dejado ejemplos señeros ya en el XVII, incluso en fecha temprana: Guillén de Castro crea su divertido El Narciso en su opinión, retrato de un joven dedicado hasta el ridículo al cuidado de su apariencia y sus galas en contraposición al hombre varonil, que presentado como el verdaderamente digno del amor (de las mujeres) como dice una en El amor constante, también de Guillén, en exacto paralelo con los versos de El labrador venturoso: «Porque hombres de veras son / para queridos de veras». Un tipo similar protagoniza El lindo don Diego, de Moreto, que no se para en barras a la hora de admirarse: «Mas si veis la perfección / que Dios me dio sin tramoya, / ¿queréis que trate esta joya / con menos estimación? / Al mirarme todo entero / tan bien labrado y pulido, / mil veces he presumido / que era mi padre tornero». En los narcisos no hay que esperar ambigüedad alguna, pues están muy pagados de su imaginado éxito con las mujeres: «Sordo estoy de los suspiros / que me dan por las orejas».
Claro que el narciso de Guillén halla su digna oponente en la criada que se hace pasar por una condesa viuda y le habla en un supuesto lenguaje superculto harto guasón, concluyendo para sí: «De risa me estoy cayendo, / y disimular no sé». Esta es la suerte que corren el travestismo masculino y las figuras más o menos afeminadas en el teatro aurisecular, tan lejos del encanto de la ambigüedad en el inglés, que tan célebre la hizo.