Estrenada en 1831, La sonnambula es la típica obra maestra del bel canto romántico con libreto imposible. Hacía más de veinte años que no se veía en el Teatro Real [desde su reapertura, en el año 2000] y ahora regresa en una impactante puesta en escena de la directora Bárbara Lluch. Y lo hace en plena polémica de la ley de ‘solo sí es sí’, algo que ella misma se encarga subir al escenario con una violación –que no está en el libreto– a una mujer –dormida, pues es sonámbula– al final del primer acto.
Pero, sobre todo, esta obra regresa con un reparto de ensueño, de esos que parecen imposibles de conseguir, encabezado por Nadine Sierra (que también debuta en el Real) como Amina, y Xabier Anduaga como Elvino. Noche gloriosa de voces en la que Roberto Tagliavini (el conde Rodolfo) y Rocío Pérez (Lisa) completan un cuarteto de auténtico lujo, junto al resto de un elenco perfecto para este título. Maurizio Benini, desde el foso, redondeó una noche de grandes vuelos al frente de una espléndida Orquesta Titular del Teatro Real. El Coro de la casa, dirigido por Andrés Máspero, la remató. Los aplausos de la noche del estreno así lo confirman.
Hay que ir por partes. Xabier Anduaga es uno de esos pocos cantantes cuya voz llega directamente al corazón, que, una vez la recibe, manda órdenes al cerebro para que las emociones se disparen hasta las lágrimas. Técnica perfecta, timbre y color maravilloso o, pureza de voz al margen, lo que llega al espectador son emociones puras. Ese ‘detalle’ es el que marca la diferencia. Tiene solo 27 años, pero ya nos ha dejado muy claro que su nombre va a encabezar (de hecho ya lo está haciendo) los repartos de los mejores teatros del mundo en los próximos años. Su Elvino en esta Sonnambula es, simple y llanamente, soberbio. Con él sube un peldaño de gigante en su ya más que consolidada carrera.
El tenor donostiarra Xabier Anduaga regresa a lo grande al Teatro Real con esta producción de La sonnambula, que tiene un reparto de auténtico lujo. [Fotos: Javier del Real]
Pero, además, en esta función se encuentra con una Nadine Sierra en estado de gracia. Si ya en su primera aria y cabaletta (Care compagne… Come per me serena) enamora a toda la sala, en el dúo con el tenor donostiarra (prendi: l’anel ti dono) la pareja derrocha una química que recuerda a la de las grandes y legendarias de la ópera. A partir de ese momento, todo va a más. Y ese más llega a cotas muy altas.
En el caso de la soprano estadounidense, cuando canta el aria y cabaletta del final de la ópera (la conocidísima Ah! non credea mirarti) en una situación escénica imposible –ya la comentaremos, subida a una cornisa que da vértigo desde la sala–, hace que la bajada de telón sea de las que marcan una época. La compenetración entre ambos cantantes, jóvenes y con una increíble frescura en todos los aspectos, hace que la función se consagre como esas que se van a recordar como memorables. Es la primera vez que cantan juntos, y podrían convertirse en una de esas parejas de leyenda.
La soprano estadounidense Nadine Sierra debuta en el coliseo madrileño con una sublime interpretación del papel Amina en esta ópera de Bellini.
El conde de Roberto Tagliavini es otro de los grandes valores de la noche, como ya había demostrado en Norma y en La cenerentola en este mismo escenario. A nivel canoro es de primerísimo nivel, como ya hemos apuntado, al igual que la espléndida Lisa de Rocío Pérez, como también hemos dicho. Cuarteto de auténtico lujo. Como lo es el resto del elenco: acoplado y con una juventud y coherencia perfectas. Uno de esos milagros que de vez en cuando se producen en un teatro de ópera.
A nivel escénico, es al conde Rodolfo a quien le toca el papel de encender la mecha que provoca división de opiniones. En el libreto, cuando Amina entra, sonámbula, en su cuarto de la posada, él ‘la respeta’, reprime sus deseos sexuales, y la deja durmiendo en su cama cuando abandona la estancia. Un lenguaje que hoy día resulta inadmisible. Bárbara Lluch decide terminar el primer acto con un abuso, que no es otra cosa que una violación. Y lo hace mientras el texto que canta el conde en ese momento dice justamente todo lo contrario, pues habla de ese ‘respeto’ mientras está manteniendo con ella una relación sexual no consentida. Todo ello, insistimos, en plena polémica de la ley del ‘solo sí es sí’, en el Congreso y en los medios.
Vivimos tiempos absurdamente conflictivos. Es cierto que este tipo de libretos son completamente imposibles. Y no es menos cierto que también este tipo de ‘actualizaciones’ son más que necesarias si se hacen con coherencia, como es este caso, con una apuesta sólida y muy bien planteada. Pero tampoco deja de ser menos cierto que representar una obra así, tal y como ha sido concebida sea, ni mucho menos, hacer apología de la cosificación de la mujer, o promocionar la sumisión o los estereotipos de género propios del heteropatriarcado. Representar este tipo de obras –de libretos imposibles o, incluso, inadmisibles hoy– tal y como son es, simplemente, un anacronismo. No pasa nada si se hace y no sería hacer apología de nada. Pero ahora lo importante es hacer ruido y montar polémica por todo. Vivimos tiempos tremendamente absurdos, en los que se confunde hacer bandera con cualquier cosa estúpida.
No es este el caso en lo que vemos en el Real. Vamos también por partes. La función arranca con un ballet (maravillosa la coreografía de Iratxe Ansa) que rodea a Amina e introduce al espectador (y al propio personaje) en un mundo tenebroso (¿mágico?) que se mueve entre la estética de los aquelarres de Las brujas de Salem y un universo onírico entre el sueño y la realidad a lo largo de todo el primer acto. Un gran árbol preside la escena que, con una iluminación perfectamente estudiada, nos traslada a una «naturaleza maltratada», representada por árboles talados [que no es el idílico pueblo suizo en el que está ambientada la historia] y a la habitación de la posada en la que está el conde y donde entra la sonámbula. Es una apuesta –de una directora de escena de la que en Madrid ya habíamos podido disfrutar de sus magníficas Bernarda Alba y El rey que rabió en el Teatro de La Zarzuela– que funciona muy bien durante todo ese primer acto.
Esta mezcla entre el romanticismo de este melodramma en dos actos (así es como fue concebido por sus autores) y el mundo oscuro (en el más allá, en los sueños; y en el terrenal, la violación) de esta apuesta escénica es perfecta. Pero en el segundo acto se huye inexplicablemente de ella, se desaprovecha la idea del ballet, que era la unión entre ambos mundos que funciona muy bien a nivel teatral, y se pierde ese hilo narrativo. Ese mundo especial, propio de una obra como esta, que era el sustituto perfecto a ese romanticismo (llámese ñoño, naíf o desfasado) de su esencia original, se pierde en un segundo acto más frío, más centrado en otros menesteres.
Un momento de la escena, en la que el ballet lleva a la sonámbula Nadine a un mundo que no es el terrenal.
Todo para terminar con una Amina ‘empoderada’, que canta una cosa (su reconciliación con Elvino) que no se corresponde a lo que termina haciendo en escena. Lo que se llama un final abierto. Y lo hace subida a una cornisa imposible – estéticamente alejada de la ‘belleza siniestro-mágica-onírica’ del primer acto– mientras su (supuesto) futuro marido está perdido entre ese pueblo moralista, que pasa de culpabilizar a la mujer por puta a subirla a los altares por casta y pura. La estética de la escena cambia radicalmente, y de ese mundo del primer acto, pasa a recordarnos al pueblo amish de Único testigo.
Amina termina cantando –sonámbula, fiel al libreto– dormida con riesgo de perder su vida. Tal y como está en la partitura, el conde advierte que es un alma cándida, que todo ha sido un malentendido y que si alguien la despierta, ella muere. Un libreto, insistimos, imposible desde todos los puntos de vista. También explica al pueblo lo que significa ser una sonámbula. Eso sí, después de haber mantenido relaciones no consentidas con ella al final del primer acto, para actualizar la obra al momento que vivimos de ‘solo sí es sí’. Violación que, por otro lado, tendría que haberla despertado y causarle la muerte, pues a una sonámbula no se la puede ni tocar. Por eso, a estos libretos no hay que intentar buscarles un sentido. Hay que asumir que no lo tienen y punto.
Nadine Sierra, en un prodigio más de su voz, canta a esa altura de vértigo demostrando, de nuevo, que lo imposible es posible, que el ‘sí’ que nos importa en este tipo de noches de gran ópera es que haya repartos como este para hacernos el primer regalazo de las Navidades. Con ella, Xabier Anduaga y el resto del reparto.
En los saludos finales es lo que se vivió. Desde el primer acto, el teatro se rindió ante las voces y todo fue a más. Había ganas de una Sonammbula de estos vuelos. Y ya la tenemos aquí. Ahora, a disfrutarla.