Estrenada como zarzuela en 1855, en el desaparecido Teatro del Circo de Madrid, se ‘vistió de largo’ como ópera en 1871, pero ya en el Teatro Real. Esta versión de Marina, la de ópera, es la que ahora llega al Teatro de La Zarzuela para comenzar la temporada, la primera de su nueva directora, Isamay Benavente. Y lo hace en una impecable y bellísima producción dirigida por Bárbara Lluch en la escena, con José Miguel Pérez-Sierra, director musical del coliseo, en el foso al frente de la Orquesta de la Comunidad de Madrid, titular de la casa.
Si la carta que el padre de Marina dejó al morir a su hija es clave en el desarrollo de la historia, en esta función las cartas también están boca arriba desde que se levanta el telón. Nadie se puede llevar a engaño de lo que se va a encontrar en escena a lo largo de sus tres actos: una impecable –y muy vistosa– producción, fiel al (imposible) libreto, pero limpia y pulida de caspa y cartón piedra.
Sabina Puértolas e Ismael Jordi dan vida a la enamorada pareja protagonista, Marina y Jorge. La soprano zaragozana atacó con ganas su complicado papel, y fue a más a lo largo de la noche. Comenzó su famosa aria del primer acto, Pensar en él, tímida, recatada, frágil, cubriéndose con una red de pescador como si de un velo de novia se tratase. En su dúo del segundo acto con Roque (el hombre con el que se va a casar sin estar enamorada) ya mostró que también ponía las cartas boca arriba, y que iría a más, como dejó bien patente en el dúo del tercer acto con su recuperado amor, Jorge, y sobre todo, en la escena final, de llamativas coloraturas donizettianas, que resolvió con gusto, refinamiento y brillantez.
El tenor jerezano Ismael Jordi fue también un Jorge de altura, perfectamente compenetrado con todo el reparto, en donde destacó el barítono vasco Juan Jesús Rodríguez, un hombre que en cuanto pisa la escena se come el escenario tanto por su voz como por su presencia. Un lujo ver de manera tan frecuente en este escenario a este estupendo cantante, al que se disputan muchos teatros del mundo para los roles verdianos. El bajo Rubén Amoretti cierra el cuarteto de los principales papeles en un elenco compacto, sólido, perfecto para una obra como esta.Arrieta compuso la mayor parte de las melodías más bonitas y conocidas de Marina para coro. Aquí, el Coro del Teatro de La Zarzuela, dirigido por Antonio Fauró, volvió a demostrar su valía. No solo en los famosísimos Coro de marineros del segundo acto y la Habanera del tercero, sino a lo largo de toda la función. La formación se llevó una de las grandes ovaciones de la noche.
Respecto a la propuesta escénica, Bárbara Lluch ya había demostrado su buen hacer en ese mismo escenario en 2018 con una rotunda y soberbia La casa de Bernarda Alba. Era el estreno mundial de la estupenda ópera contemporánea de Miguel Ortega, y no era fácil esa misión; la regista acertó de pleno. Al igual que ocurrió tres años más tarde con El rey que rabió, de Chapí. Ahora apuesta por actualizar esta obra, título cumbre de la llamada ‘ópera española’, peinándola sin peinarla: es decir, quitando ranciedad a la historia sin necesidad de hacer estúpidas e innecesarias concesiones a la (gratuita) moda de actualizar la escena, extrapolando la obra a tiempos y/o estéticas que nada tienen que ver con su esencia. Los hiperrealistas y exquisitos decorados de Daniel Bianco, iluminados de manera bellísima por Albert Faurá, cual cuadros de Sorolla en algunos momentos, son, sin duda, el mejor aliado para este brillante comienzo de temporada.
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Conviene recordar el curioso hecho de que Marina sea hoy una obra cumbre y de referencia de la denominada ‘ópera española’ pese al clima inhóspito en el que nació. Emilio Arrieta, compositor navarro que, descontento de las corrientes que imperaban en Madrid en esos años de la primera mitad del XIX, fue a estudiar a Milán, no era especialmente apreciado por sus colegas por sus tendencias ‘italianizantes’. Eran unos años en los que, tras la apertura del Teatro Real, los creadores españoles se pusieron en pie de guerra por la afición a la ópera italiana de la reina Isabel II, así como de los diferentes empresarios del coliseo de la plaza de Oriente. Fue en esos años, y precisamente por ello, cuando varios compositores, libretistas, cantantes y músicos españoles se unieron para fundar el Teatro de La Zarzuela, en 1856. Con Barbieri, uno de los fundadores del coliseo, mantuvo Arrieta un público y fuerte enfrentamiento por –según el compositor de El barberillo de Lavapiés– no defender la creación española al teñirla de estilo italiano.
La monarca había sido, además, antigua protectora de Arrieta (la comidilla de la época era que fueron amantes) en el Teatro del Real Palacio, la sala privada que tenía en el Palacio Real –previa a la inauguración del coliseo regio–, donde él era compositor oficial, y que se cerró tras la inauguración del Real, por lo que el músico fue relegado de sus funciones.
Sus colegas no veían con buenos ojos, ni escuchaban con buenos oídos, las ínfulas italianas del compositor, que encargó a Miguel Ramos Carrión que rehiciera el libreto original de Francisco Camprodón para convertir la zarzuela en ópera y estrenarla en el Real. Hoy Marina, como zarzuela, es uno de los títulos que más se han representado en los ciento sesenta y ocho años de historia del Teatro de la Zarzuela. Como ópera, esta obra de este compositor navarro, ‘italianista’ hasta la médula, que narra amores imposibles de unos jóvenes de Lloret de Mar, un pueblo de la costa catalana, se ha convertido en una de las pocas ‘óperas españolas’ que han sobrevivido al implacable paso del tiempo. Cosas del destino… Está claro que las discusiones decimonónicas del pueblo y los artistas españoles en Madrid eran mucho más elevadas, e interesantes, que las que tenemos en 2024.