Si en la ópera casi póstuma de Puccini, el pobre Calaf tiene que desvelar los tres enigmas que le plantea la princesa Turandot para conseguir su amor, en la puesta en escena que este diciembre arrasa en el Teatro Real se pueden ver, también, las tres respuestas al deseado éxito de público en cualquier teatro.
Este Turandot –dirigido en el foso por Nicola Luisotti y Robert Wilson en la escena– ha colgado, desde hace semanas, el ansiado ‘no hay localidades para ningún día’. El sueño de todo teatro. Y las respuestas al enigma del éxito están sobre el escenario. La primera es elegir un gran título de repertorio. La segunda, un buen y sólido reparto. Y la tercera, una producción clásica al cien por cien. El éxito queda asegurado. Y la calidad artística no tiene por qué mermar por ello.
Por partes. Turandot es una conocidísima obra que Puccini no pudo llegar a terminar. La leyenda sobre su final (con varios creados después por diferentes compositores) no ha hecho más que incrementar su fama. Nessun dorma es una de las arias más famosas de la lírica, y los dos papeles para soprano (el de la titular de la obra y el de Liú) han consagrado a algunas de las cantantes más importantes del siglo XX, Montserrat Caballé entre ellas. Por ello han dedicado a su memoria todas estas funciones en el Real. Anunciar esta obra en un teatro es garantía de éxito en las ya casi extintas taquillas, y de colapso online el día que salen a la venta.
La segunda respuesta para el éxito es tener un sólido elenco, y no solo para los roles titulares. En esta ópera, en la que el coro tiene un protagonismo importantísimo, el titular del Teatro Real vuelve a demostrar por qué los ojos de media Europa se han fijado en él. Soberbio. Su director, Andrés Máspero, puede estar orgulloso. Y muy contento. La orquesta, muy rotunda –quizá demasiado a veces– y estupenda bajo la dirección de Luisotti. El Real puede sacar pecho con sus cuerpos estables.
En cuanto al primer reparto, la soprano canaria Yolanda Auyanet está magnífica en el papel de Liú; Irene Theorin crea un sólida princesa Turantot y Gregory Kunde da vida (y voz) a un irregular (al menos en la función del 12 de diciembre) Calaf. En conjunto, con el resto del elenco, un cast muy sólido y compacto, que es lo que importa en una buena función de ópera.
Y llegamos a la tercera clave (respuesta al enigma) para conseguir ese éxito deseado: una puesta en escena clásica al cien por cien. Esas cosas, gustan. Robert Wilson es un hombre de teatro que lleva décadas haciendo lo mismo: ser un esteta que cuida la luz al milímetro del milímetro. Nada en él sorprende, y lleva siempre la obra –sea esta cual sea– a su terreno. Es como Zefirelli, pero al revés: si uno respeta al máximo la estética de la obra, cuidando cada detalle hasta lo enfermizo, el otro la lleva a su preciosista y estático terreno, sobrepasando lo enfermizo. Luego ya están los gustos de cada uno. Hay quien prefiere el clasicismo de los años setenta, y otros el clasicismo de los noventa. O los dos, que son apuestas artísticas que no tienen por qué estar reñidas. Eso ya son cuestiones personales.
Pero lo que es un hecho es que esas cosas tan antiguas gustan. Y esto no es peyorativo. Pues en la ópera y en el teatro pasa como en el periodismo: no hay géneros buenos o malos, sino buenos o malos profesionales. Las cosas se pueden hacer bien o mal, y, en este caso, estamos ante una puesta en escena impecable y perfecta. Lo antiguo no es sinónimo de casposo. O no debería serlo. Más bien al revés: muchas veces nos ahorraríamos disgustos si recurriésemos a clásicos como Robert Wilson en vez de a modernos cuyas obras se quedan en agua de borrajas en pocos años. Lo malo es, eso sí, considerar como moderno algo que es más de los años 90 que Madonna cantando Material Girl en los 80. Entre su Madama Butterfly para la Ópera de París y esta de 2018 para el Teatro Real de Madrid, poco (o nada) ha cambiado.
Una fórmula de éxito es llenar las butacas de un teatro con una función que aporte algo nuevo. Pero hacerlo con una apuesta tan clásica como esta, de una calidad indiscutible, y con un reparto coherente y sólido, sin duda, también lo es. Y el público lo agradece.