Tras la última ópera de Verdi, el Teatro Real programa ´la última’ de Strauss. Es decir, tras Falstaff llega Capriccio. Ambos montajes, además, guardan una gran coherencia, con una puesta en escena en la que el lado teatral está especialmente cuidado. Este último ‘capricho’ straussiano es todo un regalazo para el espectador.
Estrenada en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, resulta increíble cómo alguien puede dedicarse a componer una maravilla musical como esta –subtitulada ‘conversación para música’, que no ópera– en la que durante dos horas y media se debate –conversa– sobre qué tiene más protagonismo, la palabra o la música. «Prima la musica, poi le parole», afirmaba Salieri a finales del XVIII. «Prima le parole, dopo la musica», asegura aquí Olivier –el poeta– frente a Flamand –el músico–, que le rebate con un «prima la musica, dopo le parole», en esta charla musical de Strauss a mediados del XX. Esta ópera es un verdadero capricho, una exquisitez –delicatessen, que dirían los gastrónomos– que, además, viene perfectamente servida. Una suerte.
Son muchos los regalos que envuelve este Capriccio. El primero, la soprano sueca Malin Byström, que debuta en el Real y que no puede ser más delicada en todos los aspectos, el vocal y el escénico. Su condesa Madeleine es, simplemente, maravillosa. Un papel complicado, lleno de simbolismo, con el que Strauss quiere representar lo que es ‘la ópera’.
Frente a ella, Olivier, el poeta. Le da vida el barítono italiano Andrè Schuen, que hace unas semanas ya nos deslumbró en el Ciclo de Lied de la Zarzuela. Es otro de los regalos de la función. Con él sí que prima la palabra frente a Flamand, el músico, el tenor Norman Reinhardt, que en más de una ocasión se ve débil ante la potente partitura. Cosas que pasan, y contradicciones que ocurren siendo, como es, quien representa a la música en el escenario.
Pero tenemos otro regalazo, que es el bajo Christof Fischesser que, como La Roche –el director de teatro que tiene que arbitrar la batalla entre la palabra y la música en el palacio de la condesa–, lleva el papel cantante en esta ‘no ópera’ del compositor y director de orquesta bávaro. Theresa Kronthaler y Josef Wagner están también magníficos como La Clairon y El Conde.
El resto del elenco es otro de los regalos de esta gran noche de ópera, en la que Asher Fisch saca el mejor Strauss que tiene la Orquesta Sinfónica de Madrid (titular del Real). Tras este intenso acto único de la obra, el público lo agradeció con entusiasmo: no salió escapando como hubiera podido ocurrir tras dos horas y media sin levantarse de la butaca, lo que habría sido imperdonable.
Y si esta obra es un regalo en sí misma, un ejercicio intelectual, estilístico –creado, como hemos dicho, mientras la historia y el arte de media Europa se perdía bajo los bombardeos de la guerra–, la apuesta de Christof Loy no puede ser más redonda. Todo está cuidado al detalle. Un único escenario, minimalista, sirve para entablar un nuevo diálogo: ¿Prima la regia, dopo la musica, o simplemente, cuando las cosas están bien hechas y bien pensadas, todo fluye como tiene que fluir?
Todo son símbolos sobre el escenario: Mozart, Salieri, el momento actual, el barroco austriaco o la ópera italiana (estupendos, también, la soprano sevillana Leonor Bonilla y el tenor estadounidense Juan José de León como Cantante Italiana y Cantante Italiano) están sobre las tablas. También la vida palaciega francesa en la que se pasan las tardes hablando de música y arte, en torno a una taza de chocolate, en pleno siglo XVIII. Todo son símbolos, todo son detalles, todo está cuidado y todo tiene sentido. Quizá también por eso, todo funciona.
Olivier, el poeta (el barítono André Schuen) frente a Flamand, el músico (el tenor Norman Reinhart). [Fotos: Javier del Real]
No es Capricho una obra fácil. Para qué engañarnos. Entrar en ella, en su argumento, es complicado. Tampoco es un título que se programe con asiduidad. Si la memoria no me falla, desde que se estrenó en Madrid, en el año 1996 en el Teatro de La Zarzuela –cuando la temporada de ópera de celebraba en ese coliseo–, no había vuelto a representarse en la capital. En España se había representado por primera vez en el Liceu de Barcelona, en 1991, y nunca hasta ahora en el Real. Pero es un título que atrapa. Sobre todo con una puesta en escena como la de esta coproducción con la Ópera de Zúrich, que se estrena aquí antes de viajar a Suiza.
Y debía haber mono de ella: éxito total. Hace pocas semanas, lo último de Verdi, que tampoco es un título fácil, fue un maravilloso y teatral Falstaff. Ahora el Real trae a su escenario lo último de Strauss con un magnífico montaje, que también destila teatro del bueno, y musicalmente es de primerísimo orden.
Igual es que el péndulo de la ópera ya se ha equilibrado, y la escena y la música por fin han encontrado ese punto de diálogo tan necesario. Como lo eran la palabra y la música para Strauss. Por si acaso es solo un espejismo, conviene disfrutar de esta ‘conversación para música en un acto’, no sea que se vuelva a romper el diálogo y regresen las discusiones. Todos corriendo al Real por si las moscas…
Varios momentos de la función, que se acaba de estrenar en el Teatro Real.