Regresa al Real la misma producción de L’elisir d’amore que se estrenó en ese escenario en diciembre de 2013. Seis años han pasado y sigue siendo igual de fresca, ingeniosa, descarada y divertida que entonces. Incluso más, pues se ha mejorado considerablemente. Está bien que el Teatro Real tire de fondo de armario. Algo que quizás debería hacer más a menudo, sobre todo cuando en estos ‘nuevos veinte primeros años’ del coliseo tiene trajes tan buenos guardados, como es el que hizo para esta ópera bufa de Donizetti.
Estamos ante una obra que, si está bien cantada y representada, es un lujo. En este caso lo está. A nivel escénico, la apuesta de Michieletto, con escenografía de Paolo Fantin, para el Real –en coproducción con el Palau de Les Arts de Valencia– funciona a la perfección al trasladar la acción a un chiringuito de una playa que es epicentro del veraneo menos chic, bien sea de la costa italiana (por ser fiel al argumento) o española (que podría serlo también).
Pero este melodramma giocosso necesita de un buen reparto. Aquí lo tiene tanto en el aspecto teatral, importante, como en el canoro, más importante aún. En el primer campo, estamos ante un elenco de grandes actores. Todos: desde la figuración al quinteto protagonista, pasando por el coro titular del Real, una vez más, espléndido. En el segundo, hay dos mundos. Ambos muy interesantes y, también los dos, de primera línea.
[Fotos: Javier del Real]
En el reparto de estreno, en el que hubo bailes por le enfermedad del Nemorino del primero de los repartos (Rame Lahaj), Juan Francisco Gatell (previsto para el segundo) asumió el papel. Delicado, tierno, entrañable, amoroso, dulce. Todos estos adjetivos sirven para definir cómo afronta este tenor argentino uno de los roles más maravillosos del bel canto. Sobre todo teniendo en cuenta que, en esta producción, Gatell tiene que saltar en una cama de aire (la tarta de boda de su amada Adina con Belcore), retozar en la arena que llena el escenario del Real, embadurnarse de crema y mojarse con una manguera (y empapar al resto del reparto). Especialmente, en un frenético primer acto, de más de una hora, en el que está continuamente en escena. Y sin parar. Y eso le pasa factura, pues esa hiperactividad no es buena para un cantante.
Cantar con ese esfuerzo físico es muy complicado. Lo supera con creces. Pero es que además, como actor, consigue un Nemorino cien por cien ‘enamorable’ desde el comienzo de la ópera hasta el final. Su esperada furtiva lacrima es suavemente deliciosa.
Junto a él tiene a una Brenda Rae que da vida a una Adina descarada, atrevida y entrañable (difícil equilibrio) desde que arranca su recitativo y cabaletta del primer acto leyendo el ¡Hola! (gran acierto el de Michieletto el hacer un paralelismo entre el amor de Tristán e Isolda al que se refiere el libreto con la vida sentimental de los famosos que lee en las páginas de la revista) hasta que cae rendida al amor de Nemorino sin necesidad de que la (falsa) pócima tenga que funcionar. Tanto el Belcore de Alessandro Luongo como la Gianetta de Adriana González están en la misma dirección.
Y luego esta Dulcamara, el papel bombón de esta ópera. Erwin Schrott parece haber nacido para él. Su forma de afrontar el rol no es mejor ni peor que la del resto del reparto. Es, simplemente, diferente. Desde un punto de vista maduro, con una voz más hecha, rotunda, llena el escenario desde que lo pisa.
Este bajo barítono uruguayo es un chulazo con todo lo que ello implica. Es uno de los grandes y lleva años dando lo mejor de sí en estos papeles. Él estrenó esta misma producción en el Real en 2013, escenario donde también dio vida el pasado año a Méphistophélès en Faust.
Es un grande y lo sabe. Por ello disfruta en escena, y hace disfrutar al público. Ya en 2011 –en la gala homenaje que el Real organizó para celebrar los 70 años de Plácido Domingo–, cantó un Madamina de Don Giovanni que aún resuena entre las paredes. Ese beso que le mandó a Plácido, que estaba en el palco real, cobra, hoy, un significado especial.
Ahora Schrott pasea el rol titular de la ópera de Mozart por los mejores escenarios del mundo. El último, hace pocas semanas en el Covent Garden londinense. Ayer, en el estreno del Real de este Donizetti, se llevó la gran ovación de la noche. Más que merecida. Fue realmente el único cantante cuya voz no se resintió del estrés que había en el escenario con demasiada acción por centímetro cuadrado.
Este elixir de amor –aquí reconvertido en bebida energética en vez de vino de Burdeos– que acaba de subirse al Real asegura muchas noches mágicas y amorosas por delante. Para empezar, el segundo de los repartos, con Borja Quizá como Belcore, que regresa a Madrid tras su insuperable Lamparilla de El barberillo de Lavapiés en el Teatro de la Zarzuela la temporada pasada, y con Sabina Puértolas como Adina. También, una única función de Javier Camarena como Nemorino –el próximo 9 de noviembre–, que canta mientras ensaya Il Pirata…. Un único día en una noche que promete ser un divertimento único.
Y sí, aunque sea una frivolidad: esa playa con un punto hortera que podría estar en cualquier zona de la costa española o italiana, está llena de chulazos en traje de baño. Hasta hay una escena que nos recuerda las añoradas fiestas de la espuma de El Refugio, en los bajos del teatro Calderón… Y eso, también, ayuda. Para qué engañarnos.