Levanté la vista de los apuntes junto en el momento en que su camiseta subía repentinamente por culpa de un bostezo un tanto desmedido. De pie, en mitad de la biblioteca, se desperezaba con furia tras muchas horas sentado y mis ojos no podían ir a otro sitio.
Por encima de la orilla de sus pantalones asomaba un vello negro y profundo. Al menos así lo recuerdo ahora que han pasado, sí, unos veinte años. Entonces no entendí nada. Ahora, la verdad, lo comprendo todo. El bostezo terminó, los brazos volvieron a su sitio y la sombra oscura se escondió debajo de una camiseta que recuerdo azul. Seguramente era de otro color. Tampoco es que importe mucho. El misterio no estaba en la ropa.
Llegué a la universidad igual de pardillo que pasé el instituto. Mis tardes discurrían entre estudiar, pasar apuntes y ver la tele. Esos programas de pretendidos debates que ahora tanto atesoro y que me han convertido en una especie de enciclopedia de datos inútiles. Por suerte, tampoco me iba mal entre los libros. Cuestión distinta era mi vida personal.
«Que era gay no me cabía duda. Que fuese una opción aceptable y visible, ya era otro cantar»
Los finales de los noventa, principio de los dos miles poco tenían que ver con el panorama que tenemos ahora. Salir del armario no era fácil, como tampoco lo es ahora, pero el salto daba mucho más vértigo. ¿Había ya desvelado Jesús Vázquez que le gustaban los hombres? Sinceramente, no lo recuerdo, pero de haberlo hecho, en mi entorno no se había notado demasiado.
Javi apareció de la mano de una de mis amigas. Era compañero suyo de promoción y rápidamente hicimos tándem los tres. Íbamos a clase juntos, a las asignaturas que yo cursaba y ellos habían suspendido. Nos dejábamos apuntes, nos recogíamos en coche y pasábamos días enteros en la biblioteca. También salíamos y bebíamos, aunque, en perspectiva, tampoco era para tanto. Yo guardaba mi sexualidad en un cajón del que no tenía muy clara ni siquiera su existencia.
Que era gay no me cabía ninguna duda. Que esto fuese una opción aceptable y visible, ya era otro cantar. Total, en mi círculo más cercano no había ninguno. Eso era cosa de las películas y, realmente, no les iba demasiado bien. ¿Para qué intentarlo?
Una noche salimos y a Javi se le fue la mano con esto de beber. Estuvo tonteando con otra amiga del grupo y terminó cayendo al suelo antes de la madrugada. Nos fuimos poco a poco hacia su piso compartido. Paramos a mitad camino, estuvo divertido y también pasota. Y eso que no era precisamente su carácter. Le ayudé a llegar a su habitación y le quité las zapatillas. Se quedó frito y yo me fui con las mismas hacia la que era mi casa. «A finales de los noventa salir del armario no era fácil, como tampoco lo es ahora, pero el salto daba más vértigo»
En aquel momento no entendí que Javi me gustaba. Que lo que él veía como una amistad, yo lo sentía como algo más. Claro que en mi esquema mental tampoco entraba esta idea. Tenía yo dieciocho años y muy pocos referentes. Pensaba que lo que me pasaba no estaba bien, que solo me ocurría a mí y que no era más que algo que debía evitar. Qué equivocado estaba y con qué poca ayuda me encontré.
Javi pasó, claro. Terminamos la carrera y se esfumó con el viento. Y yo cambié. Maduré, me autoafirmé y empecé a vivir. Ojalá lo hubiese hecho mucho antes. Ojalá la sociedad me lo hubiese puesto más fácil. Ojalá alguien me devolviese los años perdidos entre miedos y llantos. Para mí es tarde, pero hagámoslo por ellos, por los demás. Rendirse no es una opción.
José Confuso es escritor, articulista y autor del blog elhombreconfuso.com