Bullying escolar. Agresiones callejeras. Armarización en el deporte de élite. Homofobia en entornos rurales. Restos de invisibilidad lésbica. Personas LGTBI de la tercera edad con problemas graves de aislamiento y abandono. Desconocimiento absoluto de la intersexualidad. Y criminalización de la homosexualidad en decenas de países del mundo.
Cuando escucho a alguien decir que el activismo LGTBI ya ha pasado de moda –yo mismo puedo llegar a insinuarlo en algunos contextos provocadores–, hago este repaso de cuentas pendientes para demostrar que no es así. Todos deseamos que pase de moda cuanto antes, pero para llegar a ese punto hace falta resolver todo lo que queda.
En los últimos años no parece que lo estemos resolviendo. Parece, más bien, que desandamos el camino. El crecimiento en todo el mundo –y por supuesto también en España– de la ultraderecha y del populismo gañán ha conseguido que algunos asuntos que estaban aparentemente superados hayan vuelto al estado paleolítico inferior. Algunos de esos cabestros que durante un par de décadas estuvieron callados en las conversaciones de bar y en las sobremesas familiares porque les daba vergüenza confesar su homofobia (ese comportamiento fue quizá la única ventaja de lo políticamente correcto) han perdido los complejos y han vuelto a creer que decir sus barbaridades es libertad de expresión y no simple estupidez.
Lo peor de la situación en que vivimos es que no solo la ultraderecha dice zafiedades de destripaterrones. También un sector del feminismo ha emprendido ‘sin complejos’ el camino de la sinrazón. Hace dos años le pedí a Marina Sainz, la catedrática de Derecho y activista transexual, que me explicara qué era lo que reclamaban las TERFs, porque me sentía incapaz de entenderlas. Marina me respondió: “Las entiendes perfectamente. De lo que eres incapaz es de creer que digan lo que dicen”.
«La transfobia no es ya solo un asunto de machos enfadados y de beatas preconciliares. Es también una reivindicación de mujeres que reclaman libertad, en el colmo de la paradoja»
Marina tenía razón. Yo entendía lo que decían, pero me parecía inverosímil creer que estuvieran diciendo eso. Como cuando alguien dice que la Tierra es plana. El movimiento LGTBI y el feminismo tuvieron un primer desencuentro con la gestación subrogada, aunque ese conflicto no llevó nunca al divorcio total. Pero las TERFs, las feministas radicales trans excluyentes (que no se reconocen a sí mismas como excluyentes), han vuelto al barbarismo anterior a los años 60. Su empacho de lecturas mal hechas, su fundamentalismo y su ignorancia de primates han abierto una brecha difícil de suturar. Una brecha no solo con el movimiento LGTBI, sino con el propio feminismo y con los principios racionales de la Ilustración.
La transfobia no es ya solo un asunto de machos enfadados y de beatas preconciliares. Es también una reivindicación de mujeres que reclaman libertad, en el colmo de la paradoja. Entre penes y vulvas mal entendidos, han construido una fantasía de conspiración cósmica en la que el patriarcado limita una vez más sus derechos.
Es cierto: si la infanta Sofía se declarase trans, destronaría a su hermana Leonor, según la Constitución española, y el machismo volvería a salirse con la suya: reinaría un hombre. Esa es la lógica que rige en las argumentaciones terfs: hombres que se declaran mujeres para poder entrar en los vestuarios femeninos o para poder violar a otras mujeres sin ser castigados por violencia de género. Los hombres trans ni siquiera aparecen en el debate: solo una loca –con vulva– querría ser hombre pudiendo ser mujer.
El activismo no solo sigue haciendo falta en Irán o en Uganda. El Orgullo no solo sigue siendo necesario en las calles de Moscú o de Sao Paulo. Son vecinos nuestros quienes nos ofenden todavía. Y algunos de ellos se han disfrazado de libertarios para que no los reconozcamos.