La capacidad de una serie tan aparentemente sencilla como Heartstopper para bajarme las defensas del cinismo y entrar hasta el fondo de mis emociones me ha dejado muy meditabundo y con un fuerte sentimiento de vulnerabilidad.
¿Es posible que a mis 38 años haya visto los ocho capítulos de esta historia de niños de 15 con una sonrisa en la boca casi permanente? Respuesta fácil: sí. ¿Por qué? Respuesta complicada: entramos en otros terrenos que van más allá del entretenimiento impecable de la serie de Netflix.
Cada uno tendrá su sensación, claro, pero creo que para muchos de los espectadores de mi generación, que estamos viviendo ahora nuestra sexualidad con plenitud casi total, Heartstopper nos ha regalado algo que se nos quedó en el camino y que quisimos pensar que no era tan importante.
No es que nos haya devuelto a la adolescencia, sino que nos la ha hecho vivir, de alguna manera, por primera vez. Una en la que, pese a todas las trabas y las inseguridades, la vida sentimental fuera posible, los secretos pudieran ser compartidos y las angustias comprendidas y aliviadas.
Un instituto en el que ser nosotros mismos no implicara aplazar unas cosas y neutralizar otras. Unos padres que nos acompañaran sin titubeos en nuestras salidas del armario, que tuvieran un discurso tolerante antes de que nosotros les tuviéramos que demostrar que estaban equivocados. Es por eso por lo que esta serie nos ha dado un cálido y reconfortante abrazo con regusto a bofetada.
Este pensamiento me hizo conectar con un proyecto artístico muy diferente, el del maravilloso y premiadísimo bailaor y coreógrafo granadino Manuel Liñán, que está de gira por el mundo con Viva!, su espectáculo de flamenco queer. Puso de pie a miles de personas en el City Center de Manhattan en abril con algo que, aunque podemos etiquetar de mil maneras, él resumió humildemente como un sueño cumplido: el de bailar, a sus 42 años y sobre el escenario, con el vestido de su madre. Ese que le fue negado cuando tenía 12 y daba sus primeros pasos en la clandestinidad de su habitación.
Me recordó que todos, con más, menos o ningún éxito y relevancia, en público o en privado, vamos saldando cuentas con un pasado que hemos sabido (o nos hemos obligado a) entender, contextualizar y perdonar, pero que cuando soñamos con que nunca hubiera sucedido, nos despertamos bañados en lágrimas y con las cicatrices ablandadas.
En estas últimas semanas, sin dejar Nueva York, se ha erigido como gran favorita de los premios Tony de Broadway el musical A Strange Loop, que también nos recuerda que, aunque muchos coetáneos de los protagonistas de Heartstopper quizá puedan verla con el sentimiento mainstream que en nuestra época tenían Compañeros o Al salir de clase, todavía hay muchos que viven adolescencias infernales y encuentros traumáticos con su sexualidad.
Que existen lugares como Florida en Estados Unidos o Murcia en España (y subiendo) que quieren que la homosexualidad ni se mencione en las escuelas. Este musical, que cuenta la historia de un chico negro homosexual obeso que quiere escribir una obra sobre un chico negro homosexual obeso que quiere escribir una obra (de ahí el bucle extraño del título), descorcha canción a canción el bloqueo creativo y sentimental de su protagonista.
Nos recuerda que hay muchas infancias a día de hoy que abren la grieta que puede generar vidas destrozadas y que para garantizar una afectividad sana en el colectivo LGTBIQ+ hay que empezar desde el día en que uno nace, no desde el día en que uno se plantea quién es y quién le gusta.
MATEO SANCHO CARDIEL ES PERIODISTA Y DOCTOR EN SOCIOLOGÍA.
SU ÚLTIMA OBRA PUBLICADA ES NUEVA YORK DE UN PLUMAZO (ROCA EDITORIAL)