De las batutas Bernstein a Karajan, pasando por Kleiber y por las gargantas de todos los grandes cantantes. El murciélago (Die Fledermaus) ha enamorado todos los grandes de la ópera en algún momento de su vida. Desde que se estrenó en Viena en 1874, esta opereta de Johann Strauss II se ha convertido en un clásico de las fechas (no solo) navideñas en el cultura musical de todo el mundo.
El próximo mes de abril se cumplirán 150 años de su estreno, y meses antes de ese aniversario redondo llegó, por fin, al Teatro Real de Madrid. Y lo hizo de la mano del ‘príncipe’ Minkowski, bautizado así sobre el escenario, al frente de su formación barroca Les Musiciens du Louvre, que han vuelto a demostrar –una vez más– su versatilidad para afrontar cualquier repertorio de forma brillante.
Se echó en falta una puesta en escena para tan esperado estreno. Pero los cantantes –excelentes todos en una obra muchísimo más compleja de lo que su aparente frivolidad pudiera parecer– la suplieron con gracia en una especie de semiescenificación actoral y de vestuario, respetando las partes habladas.
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Es típico en las operetas meter morcillas. Aquí las hubo ya en la citada ‘coronación’ de Minkowski como ‘príncipe’ [«vamos a la fiesta del príncipe Minkowski; no perdón, del príncipe Orlofsky», que es el que figura en el libreto], los pasajes de Rigoletto o de Turandot, o las bromas personalizadas al público presente en el Teatro Real. Pero, morcillas aparte, lo que hubo fue una grandísima noche musical, en la que el director francés disfrutó como un niño chico.
Se le notaba en el podio. Se veía la complicidad con sus músicos y con todos los cantantes. El elenco, compacto, perfecto, desde todos los puntos de vista, estuvo formado por Huw Montague Rendall como Gabriel von Eisenstein; Jacquelyn Stucker, Rosalinde; Marina Viotti, Príncipe Orlofsky; Magnus Dietrich, Alfred; Leon Košavić, Dr. Falke; Krešimir Špicer, Dr. Blind; Alina Wunderlin, Adele; Megan Moore, Ida y Sunnyi Melles, Frosch. Y por poner una nota de opereta a esta crítica, todos ellos, además, guapos. El Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana, dirigido por Xavier Puig, completó la noche.
Y sí: se notaba desde el auditorio que el maestro disfrutó como un niño. Se veía su cara de felicidad, y esa misma felicidad es la que nos transmitió a todos los presentes, en una noche en la que el aforo del Teatro Real estaba a reventar. Para terminar, Minkowski se dirigió a la audiencia para destacar lo contradictorio que resultaba una noche tan mágica cuando el mundo estaba en guerra.
Destacó ser judío por parte de padre, con formación católica por parte de madre, una mujer que se dedicó siempre a traducir textos árabes del islam. Y resaltó la concordia que siempre vio no solo en su casa, sino en su mundo. Pidió que la música y la cultura sirvieran de nexo y medicina para evitar lo que estamos viviendo. Por soñar, que no sea.
El músico francés volvió a coronarse como un príncipe en esta obra de enredos, en una noche de fiesta y de altos vuelos musicales, en la que, la culpa de todo, la tiene el champagne… Brindemos por más noches como estas. Y bailemos. Es lo que nos queda.