La provocación, quizás, radica en el hecho de resaltar que hoy sigan existiendo opresores y oprimidos. Esta maravillosa partitura de Händel vio la luz en el Covent Garden de Londres el 16 de marzo de 1750. Un mes antes, el 8 de febrero, un terremoto asoló no solo la capital británica, sino que sacudió a todo el Reino Unido. Ese año fue conocido en el país como «el año de los terremotos». Hoy, esa obra se estrena escénicamente en España en el Teatro Real (solo se conocía en versión concierto; por ejemplo en ese mismo escenario en 2009), pocos días después de la tragedia que ha destrozado el Levante español. No hace falta pensar mucho para ver paralelismos.
Theodora es un «oratorio dramático» ambientado en Antioquía en el siglo IV. La protagonista es una cristiana que es condenada a ejercer la prostitución por negarse a participar en los ritos paganos de los romanos cuando Valens, embajador romano, anuncia un sacrificio público a Júpiter para celebrar el cumpleaños del emperador. Theodora y su amiga, Irene, que en el libreto original trabajan en la embajada, pertenecen a esa minoría oprimida, los primeros cristianos, que luchan contra la opresión de los romanos, dueños y señores en los dominios de su imperio. Este es el primer plato del festín barroco que nos espera a lo largo de esta recién comenzada temporada.Katie Mitchell crea el traje perfecto para que Theodora se convierta en un también perfecto oratorio del siglo XXI. Con una narrativa casi cinematográfica, mantiene la atención del espectador desde el minuto cero. La noche del estreno la concentración del público en la sala era cuasi religiosa.Traslada la acción a una institución actual, la corrupta e imaginaria (igual no tanto) Embajada de Valens, en la que las sometidas (cristianas) Theodora e Irene trabajan ahora en las cocinas, limpiando y sirviendo a los (romanos) opresores que, en la trastienda de sus opulentos salones, tienen un burdel de lujo, un lupanar con los previsibles sillones y camas de terciopelo, y barras de pole dance, en el que prostituyen a las mujeres oprimidas, y al que está predestinado a ir Theodora. Y al que va.
Al frente de esta maravillosa –y bastante desconocida– partitura está Ivor Bolton, director musical de la casa, a quien se le ve disfrutando al máximo con una reducida y barroca Orquesta Titular del Teatro Real. Las casi tres horas de fascinante música están en las mejores manos en el foso, subido casi a la altura del patio de butacas, y en las mejores voces y actores en el escenario. Ambos, el maestro y la orquesta, obtuvieron un gran triunfo en el estreno.
La soprano Julia Bullock nos regala una Theodora moderna en la interpretación (es increíblemente buena la dirección de actores de todo el elenco) y maravillosamente barroca en el canto. Un papel nada fácil –como tampoco lo son en esta propuesta escénica el resto de los de la obra– que ella resuelve de manera magistral, sobre todo cuando coincide con la inmensa Joyce DiDonato, que da vida, alma y voz a Irene. Poco se puede decir de la mezzo estadounidense que no sepa quien la haya disfrutado en sus múltiples visitas al Real. Ver a la diva del Metropolitan de Nueva York fregando cocinas, y creérsela, es la mejor prueba del algodón de la grandeza de este montaje.
El excelente contratenor británico Iestyn Davies es Didymus, el oficial romano convertido al cristianismo (maravillosa la puesta escena de su conversión y bautismo, digna del mejor Parsifal). Davies es también un animal de escenario que, puesto al servicio de la dramaturgia de la directora británica, cosechó otro de los grandes triunfos de la noche, al igual que el tenor Ed Lyon (Septimius, oficial romano amigo de Didymus) y el bajo Callum Thorpe (Valens, el gobernador de Antioquía, aquí jefe de la Casa Valens, el embajador, donde se desarrolla la acción). Todos ellos estupendos como cantantes, como actores y absolutamente creíbles en una historia tan ‘antigua’ traída al presente.
Hay que aplaudir, una vez más, al Coro Titular del Teatro Real que, a las órdenes de José Luis Basso, volvió a triunfar en una obra en la que tiene un grandísimo protagonismo, como ocurre con todos los oratorios de Händel (recordemos que no estamos ante una ópera) y cuyos textos resultan extremadamente complejos de memorizar para ser representarlos escénicamente. El coro se llevó otra las grandes ovaciones de la noche.
Vivimos en unos momentos en los que hay una obsesiva manía de tildar o teñir de «feminista» todo cuando, quizá, no siempre sea necesario. En el oratorio original, Theodora es una mujer luchadora que se enfrenta al poder establecido por hacer prevalecer sus creencias. Ahora, en estos tiempos de corrección lingüística, se marcan e imponen una normas que, en algunos casos, no harían falta. Por ejemplo, en una obra como esta, en la que la protagonista reivindica –en un texto de 1750– que vive «en una oscuridad tan honda como mi dolor». Una mujer que en ese momento se enfrenta –por sus creencias, por vivir como quiere su fe cristiana frente a la impuesta, por el Imperio, de los dioses romanos– al poder establecido, y entrega su vida en esa lucha, incluso por amor al hombre que quiere salvarla, no es una pasiva sumisa a la que ahora haya que hacer feminista. Ya lo era en ese momento, cuando el feminismo ni siquiera existía como concepto.
Cosa diferente es que se actualice la manera de poner en escena esa historia. Katie Mitchell acota el inmenso escenario del Teatro Real a un reducido y claustrofóbico espacio en el que vemos las cocinas de la embajada, los salones, el burdel en el que tienen sometidas a sus víctimas o la cámara frigorífica. Y es en ese reducido espacio en el que no paran de aflorar brillantes ideas del mejor teatro, todas, absolutamente todas, muy bien resueltas –cosa harto difícil que ocurra en la era del Me too y post blackface– que hacen que este montaje no solo no sea provocador, sino que sea sorprendentemente actual, moderno, sin resultar infiel a un texto y a una historia concebida a mediados del siglo XVIII. Salvo algún conato de abucheo, fue aplaudida por la mayor parte del aforo que no se apuntó a esa preocupante y espantosa moda que cada vez se impone más en los teatros de ópera: salir corriendo en cuanto baja el telón.
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Debido a que «esta producción muestra escenas violentas y contiene temas de terrorismo, acoso y explotación sexual» (palabras textuales del programa), el Teatro Real ha incluido a una ‘coordinadora de intimidad’, por primera vez en la historia del coliseo, para que esas escenas íntimas entre los artistas cumplan con todas las medidas de seguridad que hoy día se exigen en todos los ámbitos y, a la vez, permitan que sean creíbles para traspasar la cuarta pared. Esa ‘dirección de intimidad’ (en este caso realizada por Ita O’Brien, que ya la había llevado a cabo en el estreno londinense) viene reflejada en la ficha artística del programa en un lugar preferente, antes, incluso, que la dirección del coro.
En noviembre de 2008 otro oratorio de Händel, Il trionfo del Tempo e del Desinganno, subió a escena –con regia de Jürgen Flimm– tras haberlo disfrutado como concierto cuatro años antes con Minkowski y sus Les Musicien du Louvre, ambos en ese mismo escenario. Fueron dos deliciosas veladas para disfrutar de la grandeza del compositor alemán asentado en Inglaterra. Ahora, esta producción del Teatro Real, en coproducción con la Royal Opera House Covent Garden de Londres, donde se estrenó con gran éxito hace unos años, es un ejemplo de cómo hacer bien una traslación para que un oratorio barroco de 1750 se convierta en un oratorio de 2024 sin que nada chirríe y, sorprendentemente, siga siendo una cosa tan, en principio desfasada, como es un oratorio. Un oratorio del siglo XXI que, quizá, en el XVIII no se entendió por ser demasiado moderno. Bravi tutti!