Enfadar a Neptuno, el dios del mar, puede ser muy peligroso. Y los resultados de hacerlo, muy tristes. La noticias dan fe cada día de ello, contando las tragedias que hay en las costas del Mediterráneo, que fueran escenarios de los dramas griegos, hoy más vigentes que nunca. Los dioses han bajado del Olimpo en este siglo XXI, y el Idomeneo, rè di Creta, de Mozart, que acaba de estrenarse en el Teatro Real –en la visión de Robert Carsen– es donde pone el foco.
Llevar a escena Idomeneo es complicado, porque se necesita un reparto impecable para ello, pues estamos ante una partitura musicalmente muy exigente. La anterior vez que se vio en el Real (temporada 2007/2008), una crítica en El País decía que la «Orquesta Sinfónica había estado a la altura de sus posibilidades». Ha debido llover mucho, porque ahora la Sinfónica (Orquesta Titular del Teatro Real) suena en estado de gracia a las órdenes de su director, Ivor Bolton. Igual que el soberbio coro del Real. Tenemos que estar muy orgullosos de nuestros cuerpos estables.
Conseguir un reparto como este no debe ser tarea fácil. Joan Matabosch, director artístico del coliseo, se ha propuesto tener las mejores voces para cada uno de los títulos que programa. Parece que está superando la prueba con éxito, pues muy pocos repartos de las últimas temporadas han tenido graves deficiencias. Y, desde luego, ningún sonoro patinazo.
La noche de estreno, Eleonora Buratto puso al teatro a sus pies con su Elettra; Anett Fritsch fue una estupenda Ilia; David Portillo, que pareció empezar titubeante en su Idamante, despejó esos miedos a los pocos minutos, y Eric Cutler, en el rol titular, fue un rotundo Idomeneo. Un cuarteto de lujo para las bellísimas y endiabladas melodías de Mozart en esta ópera, cuya versión vienesa fue la que se vio esta vez en el Real [la anterior fue la versión de Múnich, en la que el papel de Idamante está escrito para castrato, por lo que lo interpreta una mezzo]. El reparto en pleno se llevó las grandes ovaciones de la noche. El segundo reparto, sobre el papel, produce la misma impresión.
La puesta en escena de Robert Carsen es, sencillamente, magistral. No se entienden los abucheos de la première. El canadiense volvió a demostrar por qué es uno de los mejores registas del mundo. La iluminación (suya y de Peter van Praet) es magia pura. Mover a esas masas (unas 170 personas en escena) e iluminarlas de esa manera es algo que solo los grandes del teatro pueden conseguir. Esta nueva producción del Teatro Real sí que pone al coliseo a la altura de los grandes templos de la lírica mundial. Y no las alharacas vacías de contenido en las que nos vendían humo, sin más, y polémicas a base de agredir al sentido común, que no al burgués; que, como declaró Gregorio Marañón a Shangay en una reciente entrevista, ya viene epatado de su casa en pleno siglo XXI.
La apuesta –y la visión– de Carsen bien podría ser el reflejo real de cualquiera de los escenarios del mundo (en especial de la zona del Mediterráneo) en donde las tragedias griegas se hacen visibles hoy día, como los dramas humanos que vemos en los telediarios.
Visualmente hablado, son clases magistrales del mejor teatro. Hay momentos que dejan sin aliento: los últimos quince minutos del segundo acto, por ejemplo. El final de la ópera, tanto por su libreto original, como, sobre todo, por cómo está resuelto en escena por el director canadiense, es un optimista canto a la esperanza.
Los informativos de cada día no terminan así. Pero igual es que otro mundo sí que es posible. Mozart lo creía; Carsen le ha ‘comprado’ la idea y, como remate, Ivor Bolton hace que suene como si el milagro fuera posible. Confiemos, pues, en ello. Todo indica, según vemos en el Real, que sí se puede conseguir. Y que triunfe el amor en vez de la metralleta y el odio.