Debe imponer ser Felipe II en el escenario y tener a Felipe VI justo enfrente, en el palco real, mirándote. Y debe imponer tanto que este Don Carlo con el que se inaugura la temporada del Teatro Real no termina de levantar el vuelo.
Cuando se estrenó esta ópera de Verdi en París, en 1867, la emperatriz Eugenia de Montijo se pasó la función dando la espalda al escenario como signo de protesta. Al menos eso cuenta la leyenda. A la esposa de Napoleón III no le gustó la imagen de España que daban los libretistas de Verdi, que se basaron en la obra de Friedrich Schiller. La leyenda de un Felipe II siniestro, dominado por la Inquisición –un hecho histórico–, pero que obviaba que también fue el monarca que se reunía con Tiziano en Milán o que era retratado a caballo por Rubens. Gracias a él, el Museo del Prado es hoy la mejor pinacoteca del mundo.
Mucho han cambiado las cosas desde la época de los Austrias, con Felipe II en El Escorial, a esta de los Borbones, con Felipe VI en el palco real. Pero sí que debe imponer que el descendiente de Eugenia de Montijo –duque de Huéscar y futuro duque de Alba– esté en el palco de la Casa de Alba con la futura duquesa de Alba y su grupo de amigos. Y que los reyes Felipe y Letizia, la presidenta del Congreso, Mertixell Batet, la de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el presidente del patronato del Real, Gregorio Marañón, sigan la función desde el palco regio… Parte de la historia de España está en el escenario, y el presente –esperemos que con futuro– político está en la platea y los palcos.
Era la puesta de largo de la nueva temporada, y el Real ha conseguido, por fin, que esa noche tenga la relevancia que una gran casa de la ópera debe tener. Como la tienen los grandes teatros europeos en sus inauguraciones anuales, con la importancia que hay que dar a un hecho como ese. Esa asignatura sí que la ha aprobado con nota el principal coliseo de ópera de España.
Marcelo Puente (Don Carlo) y Maria Agresta (Elisabetta de Valois) en el montaje de Don Carlo que acaba de estrenarse en el Real. [Fotos: Javier del Real]
Y para abrir esta temporada 19/20 se optó por un Don Carlo inédito en Madrid. La versión italiana de Módena que recupera los cinco actos del estreno parisino, aunque sin las partes de ballet. Tras París, donde se estrenó como Don Carlos, la obra –ya rebautizada como Don Carlo– sufrió numerosas versiones que la reducían a menos actos. Esta que llega al Real recupera el primero de Fontaineblau, que es donde nace, en verdad, el drama que termina en tragedia.
El comienzo, a telón bajado, no puede ser más prometedor, con un incensario –que se intuye en sombras– y que nos lleva de Yuste a la corte francesa, donde el infante Don Carlo, hijo de Felipe II, e Isabel de Valois se enamoran locamente. Allí mismo, Isabel se entera de que terminará siendo la tercera esposa de Felipe II y reina de España. Todo ello como consecuencia del tratado de paz que pone fin a la guerra entre ambos países. El infante Don Carlo pena, desde ese momento, por su amor hasta su muerte.
El primero de los tres repartos no termina de cuajar. Marcelo Puente (Don Carlo), Maria Agresta (Elisabetta), Dmitry Belosselskiy (Filippo II), Luca Salsi (Rodrigo, marqués de Posa), Ekaterina Semenchuck (Princesa de Éboli) y Mika Kares (el Gran Inquisidor) dan vida a los roles principales. Y algo pasa que no surge la magia. Solo Dmitry Belosselskiy se llevó la gran ovación de la noche (las otras fueron tímidos intentos), y fue ya en su maravilloso airoso y aria al comienzo del cuarto acto. Ni siquiera el hermosísimo dúo (¿de amor?) de Rodrigo y Don Carlo lo logró, aunque fue, sin duda, otro de los mejores momentos. Algo volaba en el aire que impidió que la velada fuera lo redonda que prometía. Quedan trece funciones más (con tres repartos alternativos) que igual hacen que salte el Verdi que nos gusta.
A nivel escénico, estamos en las antípodas del fastuoso montaje de 2001 (producción propia del Real) de Hugo de Ana, con Antonello Allemandi en el foso (repuesta en 2005 con López Cobos). Aquí, David McVicar trae una producción de la Ópera de Frankfurt que, si bien tiene destellos muy interesantes, está lejos de llegar a la maravilla que fue su Otra vuelta de tuerca (en 2015) o Glorianna (2018), ambos en este mismo teatro. Britten le sienta muy bien.
Teatralmente tiene momentos preciosos, como cuando toda la corte francesa reverencia a Elisabetta tras aceptar casarse con Filippo II y, por ello, convertirse en reina de España; cuando regresamos de Fontaineblau a Yuste (del primer al segundo acto) o cuando Posa visita a Don Carlo en la prisión. Pero en otros momentos no funciona tan bien, y muchas veces uno tiene la sensación de que esas tumbas/columnas –que suben y bajan para crear los diferentes espacios– parecen chimeneas de un tejado, del que podría salir el deshollinador de Mary Poppins. El vestuario es magnífico, de época, frente a esta minimalista escena, con un predominio apabullante del negro hasta en el clero más purpurado, y con una princesa de Éboli sin parche en el ojo. Y con algún exceso como la desmedida capa de Filippo II durante el acto de fe que cierra el acto tercero.
La función va in crescendo a los largo de sus más de tres horas de música, con momentos verdaderamente hermosos, con un Filippo II (Dmitry Belosselskiy) realmente soberbio y con una Elisabetta (Maria Agresta) que al final levanta el vuelo. Pero todos estos ingredientes no sirven para preparar el mejor cóctel de Verdi. La Orquesta Sinfónica de Madrid (titular del Teatro Real), con Nicola Luisotti a la batuta, y el Coro del Real, a las órdenes del maestro Máspero, son los ‘culpables’ de que este Don Carlo alcance una velocidad de vuelo lo suficientemente alta para que merezca la pena pasar por las taquillas del Real. Los cuerpos estables del teatro son un lujo. ¡Bravo por ellos!
Igual es que el peso de la historia de España en el escenario enfrentado al poso del incierto presente que vive nuestro país (presente en la sala) hizo que los duendes de la ópera se quedaran en casa. En el escenario, el poder estaba en la corte y en la nobleza. Ahora son otros tiempos, y en la sala estaba el poder de hoy en día: presidentes y expresidentes de Gobierno, ministros (como Grande-Marlaska), alcaldes, los nuevos popes de la cultura en Madrid (Marta Rivera de la Cruz, flamante consejera de Cultura de la Comunidad, y Andrea Levy, concejala del Ayuntamiento), embajadores de varios países (Stefano Sannino entre ellos)…
Quizá por ello, los duendes de la ópera prefirieron quedarse en casa la noche del estreno viendo los resúmenes de Gran Hermano VIP. Esperando a ver si el poder se pone de acuerdo y forma gobierno y no terminamos como Felipe II y Don Carlo, sobre la tumba de Carlos V con el espectro del emperador de cuerpo presente. Todo puede ser. Habrá que volver para comprobarlo. Quedan muchas funciones y el vuelo puede remontar. Sobran los ingredientes para que esos duendes de la ópera vayan al Real.