El amor triunfó, de nuevo, en esta historia en la que Orfeo recupera a su amada Euridice. Y la belleza conquistó el Teatro Real en una noche cuasi religiosa, en la que el silencio místico invadió la sala. Un silencio que ni siquiera se rompió tras el archifamoso, y siempre aplaudido, Che farò senda Euridice? Un respeto máximo a René Jacobs y la maravillosa Freiburger Barockorchester. Un respeto sublime a esta obra de Christoph Willibald Gluck, que se estrenó en Viena en 1762 para cambiar la historia de la ópera. Es el tercer Orfeo de la temporada tras el Orphée de Philip Glass y L’Orfeo de Monteverdi, la primera ópera de la historia.
Esta función, en concierto, está en las antípodas de la que disfrutamos en esta misma sala en mayo de 2008 (en esa ocasión fue la versión francesa, también en concierto) y que supuso el debut de Juan Diego Flórez en este rol. Espléndida también, pero a la mayor gloria de la estrella, con largas ovaciones, que la situaron en el extremo opuesto a una noche mística –insisto, religiosa– que se vivió en el Real el martes 13 de junio.
La contralto holandesa Helena Rasker, Orfeo, y las sopranos Polina Pastirchak, Euridice, y Giulia Semenzato, Amore (búlgara e italiana respectivamente), no necesitaron de escenografía alguna para trasladarnos al cielo, a ese imperio de la belleza en el que se desarrolla el final del tercer acto. Sus voces y su poderosa presencia fueron todo lo que se precisó para que el público, que agotó todas las localidades, no respirase desde que se apagaron las luces. Ese clímax de felicidad total se consigue en muy pocas ocasiones. Esos segundos de silencio desde que cae el telón –en este caso es metáfora– hasta los primeros bravi son la mejor ovación, la mejor muestra de afecto, que se pueden llevar los responsables de haber traído el cielo a la tierra. Tenemos que aterrizar de nuevo en la realidad antes de poder dar las gracias, y eso requiere su tiempo.
Giulia Semenzato (Amore), René Jacobs, Polina Pastirchak (Euridice) y Helena Rasker (Orfeo) en los saludos finales. Abajo, el cartel del Teatro Real.
En los salones regios del coliseo de la plaza de Oriente, el rey Felipe VI presidía el aniversario de un periódico económico. El teatro y la plaza estaban blindados por seguridad. Un foro en el que, esperemos, se debatía sobre cómo poner solución a los problemas reales de un momento complicado, como es el que vivimos en todos los niveles. En el escenario de la sala principal se rendía culto a lo que, quizás, sea lo único que el dinero no puede comprar ni conseguir blindar: la belleza y el amor puro por lo sublime, pues, no por mucho [más] pagar refinamos nuestras vidas. Por ello, esos segundos de silencio fueron tan necesarios para volver a la tierra.
Esta ópera de Gluck supuso en su momento una revolución en el género. Más de doscientos años después de su estreno sigue removiendo las almas de quienes la escuchamos, sobre todo cuando viene servida en bandeja de la más pulida plata, como pudimos escuchar en el comienzo de la segunda parte. La partitura es una sucesión de notas que glorifican la belleza por la belleza; la exquisitez por la exquisitez. Y ya se sabe que en momentos como los que vivimos, cuando creemos que ya nada puede devolverlos la hora de nuestro esplendor en la hierba, de nuestra gloria en las flores, la belleza, siempre, subsiste –o debería hacerlo– en nuestro recuerdo que, en este caso, es nuestra memoria musical.
Ha dado en la diana este año el Teatro Real con las óperas que ha programado en versión concierto, como Tolomeo, rey de Egipto, de Händel, con Orlinski, o, especialmente, la sublime Tristán e Isolda que pudimos escuchar en abril. Ahora, lo remata con este viaje al barroco más exquisito que hemos hecho antes de que llegue esa orgía de voces que va a intentar dar ritmo a la estática Turandot de Wilson, refrescarnos la canícula y cerrar la temporada en pleno Orgullo de Madrid.
Al terminar este Orfeo de Gluck todos salimos un poco más purificados, y mucho más cultivados. Estas tres maravillosas cantantes, Helena Rasker, Polina Pastirchak y Giulia Semenzato; el RIAS Kammerchor Berlin, ese excelso coro creado en 1948; René Jacobs, legendario contratenor y director de orquesta, y la extraordinaria Freiburger Barockorchester son los culpables de ello.
Todo han de ser epítetos de la excelencia para poner en negro sobre blanco a los responsables de una noche en la que la religión del amor nos trasladó, durante dos horas y media, al imperio de la belleza. Y la belleza, siempre, subsiste en el recuerdo. Incluso cuando creemos (por lo que nos dicen los periódicos, no solo de economía) que ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores.
O debería subsistir. Es lo único a lo que podemos agarrarnos.