No hay nada mejor que ser honesto. Y Lluís Pasqual lo es con esta adaptación de Doña Francisquita, pues desde el primer acto lo deja claro: no se entiende nada. El director ha decidido prescindir del libreto original de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw (inspirado en La discreta enamorada de Lope de Vega) e inventarse otro. En el nuevo se bromea sobre el clásico enfrentamiento ópera versus zarzuela por los textos hablados en la segunda. Y la conclusión del personaje de Francisca es, precisamente, esa: si los textos se suprimen, no se entiende nada de la trama. La de muchos espectadores de la sala, también. Pero al final, lo realmente importante es que esta nueva producción del Teatro de la Zarzuela sirve para lo más grande: hacer un maravilloso y merecidísimo homenaje a Lucero Tena.
Efectivamente, no se entiende cómo un gran hombre de teatro se carga todo el primer acto de esta joya de nuestra lírica, de la zarzuela grande, para meter un texto lleno de tópicos y añadir el innecesario personaje del narrador, interpretado por Gonzalo de Castro. Sobre todo porque meter a un narrador para que no se entienda nada de lo que ocurre en escena se nos antoja, como mínimo, absurdo.
Debido a ello, algunos de los mejores números musicales de la partitura de Amadeo Vives se ven afectados por uno de los mayores divorcios entre escena y foso que se han visto en los últimos años, por más que el siempre magnífico Oliver Díaz –director titular de la casa y de la Orquesta de la Comunidad de Madrid– intente poner remedio al desaguisado. La Canción del ruiseñor o el pasacalles de los estudiantes quedan completamente mutilados por esa escena encorsetada en la que los mete, por esa ‘genialidad’ de ambientar el primer acto en un estático estudio de grabación de los años 30 del pasado siglo. Pero como, afortunadamente, los textos cantados no se pueden tocar, queda bien claro que en 2019 ocurre lo mismo que en su estreno en el Teatro de Apolo en 1923: «El pueblo de Madrid busca siempre diversión, lo mismo en carnaval que en viernes de pasión.» Y quien la busca, pues la encuentra.
Pasqual –un gran hombre de teatro que nos ha dado muchas lecciones magistrales desde los mejores escenarios de este país– decide ambientar los tres actos de Doña Francisquita en tres épocas muy concretas y distintas: el primero, en un estudio de grabación discográfica en plena República; el segundo, en un plató de Radio Televisión Española durante la Dictadura; y el tercero en un sala de ensayo de un teatro en 2019.
Tampoco tiene mucha coherencia, porque tras grabación de un disco y la de televisión lo lógico hubiera sido terminar con un streaming, no con una sala de ensayo tradicional. ¿El motivo? Pues como no se entiende nada de lo que ocurre en el escenario, realmente da igual cuál sea.
Fotos: Javier del Real
No se entiende que se prescinda de un libreto (quizá antiguo y cursi, pero ¿no es cursi La Bohème y a nadie se le ocurre tocar el texto? Claro, igual es porque no hablan, y solo cantan: el gran pecado de la zarzuela, tanto la zarzuela grande como el género chico) para incorporar otro que no solo no aporta nada sino que está lleno de lugares comunes, manidos, que, además, no permiten seguir la trama de lo que se está cantando. Quizá por ello, durante el segundo acto, hay momentos que uno duda si está viendo una representación de Doña Francisquita o un Noche de Fiesta de José Luis Moreno en plan elegante.
Como el gran hombre de teatro que es, Pasqual firma un espectáculo impecable, con momentos bellísimos a nivel teatral. Tras un primer acto aburrido, monótono y lleno de tópicos, el segundo empieza a remontar el vuelo, con la trama algo mejor desarrollada, aunque sin llegar a despegar del todo. Pero con un tercero que es sublime, organizado para homenajear a esa gran mujer y mejor músico que es Lucero Tena. Solo por ver ese acto, merece la pena todo lo demás.
Luego está el plano musical. Olivier Díaz ha demostrado ya sobradas veces lo bien que hace sonar a su orquesta. El resultado es aún mejor con un reparto como este. Ismael Jordi da vida a un soberbio Fernando. Su romanza Por el humo se sabe dónde está el fuego se llevó la gran ovación de la noche de estreno y hubiera merecido un bis; seguro que en funciones posteriores lo consigue. Máxime cuando todas las representaciones están dedicadas a Alfredo Kraus: él reinauguró este teatro en 1956 con esta obra.
Sabina Puértolas es una Francisquita delicada, deliciosa y exquisita; una maravilla. María José Suárez (Francisca) lleva muchas horas de vuelo en esto y se nota en voz y escena; Ana Ibarra es una Beltrana (Aurora) de peso, y Vicenç Esteve es un espléndido estudiante Cardona. Todo el reparto es magnífico. Luego está el Coro del Teatro de La Zarzuela, que consigue uno de los mejores momentos de la función con su Dónde va, dónde va la alegría. Aquí sí, ayudado por una sublime y maravillosa puesta en escena.
Por todo esto es por lo que no se entiende nada. No es ni siquiera una apuesta fallida. Una joya como esta no necesita aderezos. Es como cuando los directores de escena se empeñan en alargar La verbena de la Paloma o La revoltosa. Si las cosas funcionan como fueron creadas, ¿por qué no se experimenta entonces con la gaseosa? Salvo casos muy concretos, como la magnífica visión que Miguel del Arco dio a La Gran Vía hace años en este mismo teatro, normalmente estas ‘genialidades’ se suelen estrellar. A un buen brillante se le pone un hermoso aro que lo realce, no se le cubre de oro para mayor gloria del joyero tapando la joya. Ya que estamos castizos y se estrenó por San Isidro, no se entiende que con esos garbanzos que hay en el escenario no haya salido un cocido perfecto. La noche de estreno, los bravos fueron salpimentados por bastantes abucheos al equipo escénico desde las localidades de anfiteatro y pisos superiores.
Veremos qué pasa en las siguientes funciones, de abono, o en la próxima temporada del Liceu, que coproduce el montaje junto a la Opéra de Lausanne, donde están ansiosos de zarzuela tras demasiados años de sequía del género en la ciudad.
Quizá es que este experimento sea solo para que, al final, Lluís Pasqual saque, a lo grande, lo mejor de ese hombre de teatro que es y monte ese fandango maravilloso a mayor gloria de Lucero Tena. Solo por ese tercer acto ha merecido la pena esta apuesta que empieza plana y sin movimiento, y termina como una maravillosa fiesta de la mejor zarzuela. Por eso uno sale tan feliz del teatro pese a todo lo contado. Por eso es por lo que no se entiende nada. Bueno, igual sí, porque el pueblo de Madrid busca siempre diversión… Pero eso está en el libreto de Romero y Fernández-Shaw, no en el nuevo escrito para esta función.