El director de escena, David Alden, lo definió así en la rueda de prensa: “Una farsa entre sexual y celestial”. Con La Calisto llega al Real un festín con plumas barrocas, pero adaptadas al lenguaje actual, sin perder esa característica estética de la época en la que los castrati daban vida a personajes travestidos y muchos papeles de contraltos o mezzos se adelantaban, hace cuatrocientos años, a lo que hoy podríamos llamar género fluido. Pues esa estética sube al escenario en esta función de la obra de Francesco Cavalli que es, digámoslo directamente, redonda.
Recordemos que esta ópera, que nunca se había representado en Madrid, fue estrenada en 1651 en uno de los muchísimos teatros que habían convertido Venecia en la capital mundial del género. Todos los musicólogos dan por válido que la ópera, como género, nació con L’Orfeo de Monteverdi, estrenada en Mantua en 1607 y en Venecia en 1609. La ciudad de los canales era, en el XVII, un hervidero cultural, social y capital de una vida muy poco ortodoxa, tanto que el papa llegó a excomulgar a toda la población de la ciudad estado cuando estaba bajo las órdenes del que fuera nonagésimo dux, Leonardo Donato. En se contexto se estrena La Calisto, con libreto de amores y pasiones sexuales, basado en Las metamorfosis de Ovidio.
Musicalmente es un regalo. Y lo que vemos en la función que acaba de estrenarse en el Real, un privilegio. Ivor Bolton, director musical de la casa, nos hace tocar el cielo –y en esta ópera esto tiene un sentido literal– a frente del Monteverdi Continuo Ensemble y de la Orquesta Barroca de Sevilla. Y pudo comprobar el resultado al salir al foso en el segundo acto: el teatro se vino abajo con aplausos. Estamos ante una partitura maravillosa y lo que podemos escuchar, es un regalazo para los oídos y todos los sentidos.
Recuperada para el repertorio en los años setenta a raíz de programarse en el Festival de Glyndebourne, esta obra estuvo siglos sin representarse, completamente olvidada. Desde entonces, poco a poco ha ido ganando presencia, sobre todo a raíz de una recordada producción del Teatro de La Monnaie de Bruselas, con una María Bayo que enamoró a la crítica mundial. 368 años después de su estreno llega, por fin, a Madrid [en Barcelona se estrenó en 1998 en el Teatro Nacional de Cataluña, pues el Liceo estaba cerrado tras el incendio].
A nivel vocal, debe de ser imposible conseguir un reparto más sublime y compacto que el que vimos en la función de estreno (hay que estar atento al segundo reparto, que promete). Simplemente perfecto. Además, con una capacidad actoral poco común, sobre todo en lo que a gesticulación se refiere, con la complicación añadida de cantar con un vestuario complicadísimo que mezcla mitología con una fantasía a caballo entre la Gala Drag del Carnaval de Las Palmas y la elección de la reina de las mismas fiestas de la isla de enfrente, Tenerife. La Nature, Satirino, Le Furie, L’Eternità, Il Destino, Diana, Mercurio, Linfea, Calisto, Pana, Ninfas varias, Pavos Reales, Oveja, Vaca, Caballo, Lagartija… son algunos de los personajes. Cambios de papeles, personajes travestidos (algo muy habitual en el barroco), locuras en escena en donde brillan con voz propia Luise Alder, como Calisto; Monica Bacelli, como Destino, Diana o Le Furie; Tim Mead, como Endiomone… Todo el elenco es espléndido en esta locura de personajes disfrazados de otros personajes, en una historia mitológica de pasiones sexuales y divinas. ¡Bravísimo a todos!
La producción de David Alden viene de la ópera de Múnich y es una fantasía. Una fantasía porque lo que se ve en escena no puede ser más redondo. Trasladar el Olimpo de los dioses a esa locura, sin caer en la estupidez, solo puede ser cuando se hace de una manera tan brillante. Todo tiene sentido, desde el primero momento del prólogo hasta el final del tercer acto. Sensato y con sentido, pese a esa estética a priori loca y disparatada. Nada es gratuito. El público del estreno, habitualmente reticente a este tipo de apuestas, aplaudió a rabiar. Y es que cuando las cosas funcionan, pues eso: funcionan. En este caso, como un reloj. Un reloj que puede parecer absurdo, pero que es de maquinaria perfecta, y nos hace retroceder cuatrocientos años, al pleno barroco, cuando Venecia era la capital de la ópera, del vicio y de la depravación y, también, de la alta cultura.
¡Ah, el argumento! Pues es un relato mitológico en la que la bella ninfa Calisto rechaza el amor de Giove por su apariencia masculina, pero sucumbe ante él cuando se disfraza de la diosa Diana. Y sí, tiene sentido en esta producción absolutamente deliciosa. Tanto que cuando uno sale del teatro no puede sino mirar al cielo en busca de la Osa Mayor, que no es otra que Calisto convertida por Júpiter en una estrella de la constelación. Todo eso está en La Calisto que podemos ver el Real. Una función redonda. Y divertida. Y musicalmente sublime. Bravi tutti!