Hola, me llamo Joaquín, soy redactor de Shangay… y soy hetero. Yo no estaba entre las travestis que aquel 28 de junio de 1969, en el West Village de Manhattan, se rebelaron en el Stonewall Inn contra la represión policial. Tampoco me puse las plumas en 1996, en la travesía de San Mateo, cuando mis jefxs pasearon por Madrid la primera carroza de la historia de mi ciudad, germen de lo que hoy es la manifiesta por los derechos LGTB más importante de Europa. Y mi nombre no figura en la lista del Observatorio Madrileño contra la LGTBIfobia, que registró 345 agresiones en la Comunidad en 2018. Sí, en uno de los epicentros de la libertad y la tolerancia, continúa habiendo casi un episodio de odio al día.
De hecho, hace unos años, antes de sentarme en la silla sobre la que escribo estas líneas, ni siquiera era consciente del daño que un “maricón” provoca cuando se pronuncia sin pensar. Parte del problema de mi generación, más allá de la ignorancia, es que hay términos que hemos aceptado de forma intrínseca; porque subidos al árbol de nuestro estatus de hombres blancos y heterosexuales, nunca creímos necesario ver el resto del bosque. Estoy seguro de que ni en el colegio, ni en la universidad, ni en un estadio de fútbol tuve la sensibilidad para identificar todo esto como algo nocivo, y es terrible. Y lo peor es que no soy el único.
Porque jamás me habría escandalizado si, en ese momento, un partido político hubiera encabezado una cruzada para llevarse el Orgullo LGTB a la Casa de Campo lejos de las familias de bien, si un Obispado hubiera ofrecido terapias de reconversión para gays o hubiese nacido el Orgullo Hetero para reivindicar todas las trabas sociales derivadas de amar a una persona del sexo opuesto. Gaysper me habría parecido una ridiculez, la visibilidad en la sobremesa televisiva de relaciones lésbicas como Luimelia me habría generado indiferencia, y cualquier homenaje –con vandalismo mediante– a La Veneno, problemas de otro planeta. Bueno, tal vez exagero. No lo sabemos, ni falta que hace. Hay motivos innumerables para reivindicar el arcoíris este 2019 con más brillo que nunca.
Así que Shangay y el colectivo LGTBI me cambiaron la vida. Y la forma de pensar. Y en parte, también la de quienes me rodean, que se lo piensan dos veces al hablar de “personas normales” o usar la homosexualidad como sinónimo de debilidad. Hago mi trabajo, pero por el camino me hice mejor persona. Mujeres y hombres valientes como Paloma del Río, Juan Antonio Alcalá, Víctor Gutiérrez, Mapi León, Santi Vila, Jaime de los Santos, Elvira Sastre, Miquel Iceta, Eduardo Rubiño o Rubén López, a los que tuve el placer de conocer y entrevistar, se encargaron de ello. Y los shangayers Alfonso, Roberto, Raúl, Jose, Nacho, Agus, Pablo, Pablo y Dani –estos tres últimos me acompañan en la foto de portada–, más aún. Por cierto, también creo que es una forma de activismo tan válida como las demás, más allá de la necesaria primera fila sujetando una pancarta. Conviene tener la suerte de corregir errores de un sistema todavía sobrado de prejuicios, como los que yo tenía, para que no se señale a nadie por el simple hecho de ponerse la ropa que le apetezca o de sentirse atraído por quien le dé la gana. Por ellos habrá que seguir luchando, como mínimo, cincuenta años más.